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Negras Noticias

En esta columna, María Gracia Subercaseaux comparte la triste pérdida de un ser querido.

Hace casi dos décadas sonó por primera vez en mi vida ese teléfono que trae negras noticias, esas que comunican la muerte de un ser tan querido como cercano y que te dejan al borde mismo del abismo.

Como por arte de magia el tiempo se detiene y un revolcón de olas, de aquellos que te hacían pensar que no saldrías viva, te atropella con fuerzas. Pasan los segundos y ni el cuerpo, ni la mente responden hasta que despiertas como drogado y chocas con la realidad. Te incorporas incrédulo y a duras penas, rogando que todo sea un sueño.

Luego comienzan los intentos de comunicación con el resto de la familia para comprobar que esto es solo una horrible pesadilla. Lamentablemente al otro lado una voz agónica de llanto está en la misma situación ansiando un desmentido. Imposible hablar, solo sollozos y una que otra palabra entrecortada es lo único que se oye.

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Todavía no hay certezas y nos aferramos a la idea irracional de que sea una pésima broma.

Pero tocan el timbre y en vez de ser el cartero, o el conserje, es aquella amiga de la familia con sus hijas, que son nuestras compañeras de curso, y te miran sin decir nada.

En ese instante las odias por estar ahí.

Ya no hay vuelta atrás.

Es verdad, está pasando y lo que sigue es incierto, indeseado y doloroso.

Así fue como conocí este sentimiento y comprendí lo que significaba perder un hermano, Diego, al que todavía extraño y por el cual muchas veces también lloro.

¡Y van a ser veinte años ya!

Después han venido otros llamados menos intensos. Perder a personas mayores es de alguna forma la ley de la vida y aunque no estemos nunca preparados para la muerte y nos duela el alma, es más fácil resignarse.

Eso creía hasta hace poco que he vuelto a recibir uno de esos amargos telefonazos. Los que se podrían dividir en negros cuando se trata de mamá, papá, hermanos y amigos. Llamados infernales e inenarrables cuando es un hijo o tu pareja. Oscuros si se trata de abuelas, abuelos y familia en general y tristes para personas queridas, más no tan cercanas.

Esta vez ha sido mi abuela materna la que nos ha dejado, pero ella cae en una categoría especial porque fue una mujer extraordinaria y demasiado cercana. Fue de esas abuelas-madres.

Me enseñó a tirarme piqueros, a andar en bicicleta y a coser. Subíamos al techo del garage a buscar los higos y brevas que caían de la gran higuera. Nos perseguía con la manguera mientras escobillamos la antigua piscina de su casa. Jugamos al luche y comíamos a mordiscos los tomates tibios del huerto. Aprendí con ella a ganar mi primera plata vendiendo limonada y bolsas de laurel que sellábamos con una vela. Y cuando no tenía con que pegar los recortes de mis tareas, me hacía un engrudo asqueroso que ni recuerdo si lograba su objetivo.

Así era nuestra Pepe. Siempre lista para ser útil, postergando su bienestar en pos de cualquiera que la necesitara. Andando en bicicleta hasta los 80 y manejando hasta los 90. No concebía la vida de otra forma.

Mi cabeza no está diseñada para comprender estas situaciones. Nadie está preparado para el padecimiento de los que amamos y menos para admitir la amarga resignación frente a la impotencia.

Solo le pido a Dios que la tenga en sus brazos, con mi tata a un lado y mi bello hermano al otro.

Para más fotografías entra al sitio de María Gracia Subercaseux.

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