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Mª José Viera Gallo reflexiona sobre la influencia de un padre presente en la vida de sus hijos.

El otro día alguien preguntaba en facebook cuándo era el día del padre. “Todos los días”, respondí.
Crecí con un padre supra-presente. No sólo en el beso de buenas noches, la ida al colegio, y esas actividades extra programáticas de fin de semana muchos confunden con paternidad. Mi papá me vestía, daba de comer, hacía la cama, y a la fatídica hora de las 7 de la tarde, no sólo jugaba conmigo y mis hermanas: además ordenaba los juguetes.

Madre y padre para mí siempre fueron simbióticos. Una versión ying y yang del mismo amor filial y de esa ardua tarea que es la crianza. “Gorda, la guagua está llorando”, es una frase que nunca escuché en mi casa.

Ahora que soy madre, mis hijos tienen la suerte de contar con un papá parecido al que yo tuve. No voy a hacer un catastro de todas aquellas cosas que ha hecho PM (así lo identificaré en esta columna) para valerse el título de buen padre.

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Sólo les contaré una. Durante meses, fue él, quien se despertó a mudar a nuestro primogénito en la mitad de la noche. ¿Qué hacía yo? Dormir. El bebé emitía un llanto suplicando higiene y yo seguía con mi cabeza pegada a la almohada soñando que Bin Laden tocaba el timbre de mi casa o que sobrevolaba Paris. No exagero si les confieso que nunca supe lo que era abrir un ojo a las 2, 5 de la mañana para cambiar un pañal.

Para PM, que en esa época trabajaba, hacerlo no era un sacrificio mayor ni un acto heroico que luego me cobrara con resentimiento. PM amaba tanto nuestro hijo que estaba a su disposición. Es importante hacer las cosas por amor. Y procreares básicamente eso; un acto voluntario de puro amor cuya consecuencia natural no sólo es timbrar tu hijo de besos, sino también limpiar un pañal con caca.

Es egoísta traer un hijo al mundo y luego desentenderse de su sobrevivencia.

En la tele nos quieren vender que los papás de hoy son distintos a los de ayer. Que ahora se pasean con sus hijos en la mochila; que les cocinan; que los regalonean. En la publicidad, Sergio Lagos le da papilla a una guagua con el mejor ánimo del mundo.

Basta apagar la tele para recordar que la realidad está plagado de versiones nefastas de paternidad. El papá malhumorado que no quiere contaminarse del desorden de los niños. El papá heroico que exige que su hijo sea lo que él no fue y un día lo obliga a subir un cerro en bicicleta y luego a seguir una carrera “importante”. El papá intolerante, que no acepta que su hijo sea gay, por ejemplo.

Para qué hablar del papá ausente. En la literatura abundan ejemplos de hijos que con desesperación buscan el cariño paterno. “Lunar Park” de Bret Easton Ellis es la novela más reciente que se me viene a la cabeza. En la cara de la otra medalla, la del amor hijo-padre pienso en “La carretera” de Cormac MCCarthy, con un padre que protege a su hijo hasta la muerte.

A las mamás siempre se las querrá, a un papá ausente difícilmente se le perdonará, y a un papá presente, jamás se le olvidará.

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