En una escala de varias horas en el aeropuerto de Madrid, a pesar de que venía destrozado de un largo viaje y agotado por madrugar para tomar el vuelo Lan 704 rumbo a Santiago, me animé para ir a descubrir la capital del país que por tanto tiempo nos mantuvo como colonia. Con 20 euros en billete, cero crédito en la Master Card, ni menos en la línea de crédito, era muy difícil tomar un taxi. Tenía que lanzarme en ese enjambre de metro que tienen con cientos de estaciones, múltiples conexiones, acercamientos y otros enredos bastante difíciles de entender para uno acostumbrado a Baquedano – Manuel Montt.
En Barajas, que así se llama este titánico aeropuerto madrileño, dejé mi mega maleta en un locker luego de pagar 4.95 euros. No quería revivir la mala experiencia de pasear con maleta por una ciudad preciosa y dolor de espalda feroz. Metro, obvio que me pierdo un poco, pero finalmente logro dar con la estación que quería bajarme : “Sol”. Una niña amablemente me dio un mapa de la ciudad y era fácil darse cuenta que lo más atractivo queda en el mismo sector. Me bajo luego de moverme al menos un kilómetro en las eternas escaleras mecánicas y llego al centro de la ciudad. Precioso. La arquitectura de gran sencillez, colores tan cercanos a los que hemos visto siempre, una sensación de aridez tremenda, y muchísima gente caminando. La mayoría parecen muy sudamericanos, aunque no faltan las mujeres con sus burkas, ni los afros, ni los orientales. Ni por supuesto los españoles cuya mayoría está o durmiendo siesta, paseando por la ciudad, de tapas por ahí o copas por allá.
