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40s anti cool

María José Viera Gallo reflexiona sobre la nueva nocturna de TVN. (c) Carmen Paz Figueroa.

Claramente la televisión chilena no es un lugar donde ir a buscar verdades ni carcajadas hoy en día. Sobre todo cuando éstas se venden de generacionales. Llevo tres noches clavada en “40 y tantos”, intentando hilar intelectualmente qué es lo que me irrita de la teleserie nocturna de TVN.

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Para analizar un producto televisivo en pijama no es necesario ser demasiado mental; basta entender por qué pasados 10 minutos de historia dan ganas de cambiar de canal o en mi caso, retomar la novela de Lorrie Moore, “Al pie de la escalera”, o encender mi I phone, donde acabo de bajar el magnífico disco de la banda neoyorkinaThe pains of beeing pur at hearts.

Todavía tengo 30 y algo, pero no hay que haber vivido de más para darse cuenta que los 40 y tantos de TVN no son los 40 y tantos de la vida real. Por suerte. De sólo imaginar a un chico de 18 viendo lo que le espera a futuro, es entendible que quiera salir arrancando de la adultez.

La adultez –¿existe realmente?-aparece como una tierra inhóspita y fea (al menos para mí), regida por el cinismo, el pragmatismo, el materialismo, y todos esos “ismos” que muchas veces se confunden con “crecer”. O crecer mal. El mundo de 40 y tantos es unidimesional, hecho a imagen y semejanza de departamentos piloto de Sanhattan o Alonso de Córdoba, televisores plasmas, oficinas de vidrio espejado, ternos yuppis, lingerie hot, y sexo desenfrenado a cualquier hora del día. La mirada hacia este universo arribista y mediocre jamás es irónica o ácida, lo cual termina haciendo de la teleserie algo en sí arribista y mediocre. ¿Por qué no mostrar cuarentones que viven en departamentos de un ambiente, ganan un sueldo de debutante y no tienen sexo en meses?

Así como es un cliché retratar a un teenager rebelde, es doblemente falso y simplista mostrar a un adulto joven convertido en un ser cínico y exitoso. A lo largo de mi vida he conocido muchos adultos normales y sensibles, para quienes alcanzar la madurez es leer un libro a mediodía en lugar de seducir a la chica linda de la oficina.

En “40 y tantos” –y de esto me doy cuenta, casi con horror, conversando con un amigo- nadie lee, ve cine, ni destella algún rastro de educación o espiritualidad. Nadie se cuestiona su sexualidad (hasta ahora ¡no hay gays!) o paternidad, ni pone en duda su vocación. Nadie tiene miedo de envejecer. Nadie, y esto es raro, sale a comer con amigos a un restaurant y se ríe de sí mismo, que es lo que normalmente se esperaría de un ser maduro y con un sueldo, tan abundante en ese eterno cine de crisis existencial de Woody Allen.

Con las mujeres se peca de lo mismo o peor. Todas son calientes, ambiciosas y neuróticas. Pocas, por no decir ninguna, se hace creíble y por lo tanto querible. Annie Hall y sus inseguridades universales son un fantasma. Aquí, el mundo interior femenino se reduce a seducir a un sobrino. Lo más triste de 40 y tantos es la falta de cariño hacia una edad entrañable, en permanente tensión consigo misma, cuya lucha no se libra por asuntos de poder o sexo, sino entre sentimientos y cerebro, balances pasados y sueños futuros, vida a base de sopa para uno o de promociones familiares.

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