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Angkor Wat: de la Aurora al Atardecer

Vive junto a Javier Hurtado un día en Camboya.

Cuando pienso en Camboya, vislumbro extensos campos de arroz, un pueblo de sonrisa generosa, y la tenacidad de una nación que se reconstruye de un pasado de horror. Pienso en su bandera, que en el centro luce la estampa de Angkor, como un reflejo de orgullo infinito. Y lo vivo en su gente, cuando converso con ellos a mi llegada a Siem Reap.

Son las 5 AM, y Phrom, un conductor local me espera sonriente en su colorido tuk tuk a la salida de mi hotel. Este tipo de vehículos, básicamente un carro sustentado por una motocicleta, constituye el principal medio de transporte para quienes llegamos hasta el complejo sacro más grande del mundo. Aún está oscuro, y me sorprendo con tanta actividad en las calles. La ciudad se levanta temprano, ruidosa, y los feriantes ya preparan sus puestos de comida, y extensa variedad de frutas. Me estremece pensar que en estas mismas calles, sus residentes sufrieron la demencia del Khmer Rouge, grupo liderado por el revolucionario comunista Pol Pot y que acabó con las vidas de casi un tercio de la población en cuatro años de dictadura.

A medida que avanzo, destartalado en mi tuk tuk, el cielo se aclara con amenazante rapidez. Mi idea es llegar a tiempo para ver el sol nacer desde las entrañas de Angkor, a unos siete kilómetros. Con el viento en la cara, un tanto helado a esta hora de la madrugada, atravesamos una porción de selva, donde nos topamos con numerosos monos. Finalmente, llegamos a una calzada que se eleva por sobre un foso, y que nos conecta con el templo más famoso, Angkor Wat, replicado en los souvenirs que están por todas partes.

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Impresiona pensar que el complejo permaneció desolado por cuatrocientos años, tras el debilitamiento del Imperio Khmer, hasta ser descubierto hace un siglo y medio. El cielo pasa de un azul eléctrico a un rosa intenso. Desde una esquina del templo empieza a salir el sol, con el tono cobrizo que lo caracteriza en este continente. Pronto se reflejará junto a las flores de loto en la laguna que yace a los pies de la construcción, para deleite de todos. Respiro profundo y el rocío me huele a hierba recién cortada.

Angkor es simplemente magnífico, no exagero. Tal cual, con escenas de la vida cotidiana esculpidas sobre sus fachadas, sus laberintos, escaleras y misteriosos corredores. Todo es gris e imponente. Vale la pena el sacrificio, pienso, tras más de 25 horas de vuelo desde Santiago de Chile, una escala en Nueva Zelanda y un tortuoso viaje en bus desde Bangkok en la vecina Tailandia. En sus esquivas calles, el tráfico lo comparten tuk tuks, sofisticadas vans y enormes elefantes, que pasean a los turistas por los diversos templos, repartidos en una zona que alcanza los nueve kilómetros cuadrados. El pueblo camboyano es adorable.

Prepárense para que, decenas de niños, los acosen para ofrecer recuerdos. Y se enojan si le compras a otro, por lo que siempre tendrán pequeños indignados a su alrededor. No olviden sonreír, ellos también lo hacen rápidamente, y ya se les va la ira. Los niños, representan un cuarenta por ciento de la población camboyana, y gracias al turismo que se desató con un auge impresionante en la década de los ’80, muchos de ellos entienden perfectamente el inglés o el francés. Es posible tomar tours guiados por locales en varias lenguas. Me sorprende oír a uno de ellos hablar en un español perfecto. Irónicamente, en este lugar, que parece detenido en el tiempo, las horas se suceden irremediablemente rápido. Es fácil perder la noción de cuánto has caminado, o cuántos rincones has explorado. Sólo en el templo de Bayon, hay tallados cerca de 200 misteriosos rostros.

La selva aún tapiza parte de la inmensidad de Angkor, y aquellas gigantescas raíces de higueras que estrangulan las ruinas del templo Ta Prohm, deben estar entre las más fotografiadas del lugar. Aquí se filmaron escenas de la película Tomb Raider, protagonizada por Angelina Jolie, quien enamorada de este sitio del mundo adoptó a uno de sus hijos en estas tierras.

Miro el reloj, y hace más de doce horas que dejé mi habitación en un hotel de Siem Reap. Phrom, mi paciente conductor aún sonríe junto a su tuk tuk. El sol ya se extingue y el cielo se torna fucsia, momento que aprovecho para montarme en un globo aerostático que nos permite a los veinte incansables viajeros que lo abordamos, despedir desde lo alto a la monumental Angkor revestida de una enigmática puesta de sol.

*Las fotos fueron tomadas por el propio Javier Hurtado, disfruten de la belleza de éstas a continuación.

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