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Mi gorro en Londres

A propósito de Inglaterra y la Boda Real.

No queremos ser como los medios tradicionales, que por estos días dan la lata con lo de la Boda Real. Por lo mismo, seguimos entregándoles información relacionada con este evento pero desde un ángulo diferente. Ahora, si de verdad te quita el sueño la suerte de la monarquía británica, mejor prende la tele o lee los diarios. ¡Todos están hablando lo mismo!

No sé quién me convenció que era una buena idea llegar a Londres a la medianoche sola,  sin ninguna libra esterlina, luego de un viaje maratónico desde una ciudad enana en Alemania, que involucró varios trenes y una traumática pasada por la aduana británica ubicada en Bruselas donde hubo frases como “Pero usted necesita visa para entrar”.

La tarjeta de crédito sirvió para comprar un boleto de 5 lucas que servía para una sola  vez. El metro más viejo, más feo y más chico que cualquiera, sorprendentemente bajo para una raza de seres altos, me llevó luego de un estudio acucioso a la  otra estación de trenes, – la nacional- para acudir a tomar uno de los últimos trenes a Oxford. Tomé el penúltimo. El nerviosismo me hizo bajarme una estación antes, en “Reading” un lugar equivalente a Melipilla. El próximo tren llegaba en dos horas; no había nadie que supiera de un bus, no había nadie en realidad.

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Me acomodé como pude e intenté conversar con un tipo que no entendió nada pues era polaco. El guardia me pregunta si necesito algo, pensando quizá que yo era una indigente que pasaba la noche en la estación que si bien tenía techo, era totalmente abierta. “Voy a Oxford, me equivoqué y me bajé antes, y espero el próximo tren” “Tiene suerte. Es el último”

Jelou, ju ar llu luking for? Me pregunta desde una ventana alta una chica. Leticia supe que se llamaba y me preguntó si era yo la que venía de Chile, esta vez en españolísimo español.  Bajan la escalera ella y otros chicos y me acompañan a la que sí era mi casa y que estaba a la vuelta de la esquina.

Semanas después, decidí viajar a Londres por el día, dos veces y por la tarde otras dos. El tren era rápido pero carísimo así que aperré con los buses, lentos y poco puntuales (cosa extraña en estas tierras)  sintiendo a cada rato que íbamos a chocar con un camión por ir por la pista izquierda, y  donde el taco para entrar a la ciudad era maratónico. Anillos y circunvalaciones interminables separan a Londres del resto del mundo cuando quieres llegar a él en un vehículo.

Camiseta, polerón, polerón de polar, parka, bufanda, guantes y un gorro tipo ushanka, forrado en chiporro, con orejas y broche en la barbilla. Me dijeron que Londres era extremadamente frío, gris y húmedo. El  segundo día que fui yo, sólo era húmedo. Una extraña ola de calor con temperaturas históricas superiores incluso a las del verano, me obligó a sacarme guantes, bufanda, parka, polerón de polar y por supuesto el gorro. 18 grados al sol, y caminando, se notan mucho más.

El primer día que estuve allí, no había neblina pero sí estaba nublado; todos caminaban rápido, con caras enojadas y nadie hablaba. El sol del día dos tenía a la población en las calles, sonriente, casi desvestida, simpática y totalmente relajada.

Así que no me extrañó ver las calles, restaurantes, terrazas y parques repletos de gente; algunos incluso tomando sol en traje de baño.  Soy una persona de sol, y me pongo mucho más mañosa cuando está nublado. Pero estos ingleses, la embarraron para cambiar su ánimo cuando el día está brillante.

La primera parada no estoy segura de cuál fue; el palacio de Buckingham puede haber sido. Imposible entrar a conocer los jardines, cerrados en invierno por mantenciones y porque no hay mucho que ver.  Esperar el cambio de guardia entre una multitud. Sorprendentes penachos negros, brillantes instrumentos de la banda real tocados por gorditos con el uniforme agrandado. Me acordé de mi padre y de lo mucho que le hubiera gustado estar allí.

Con una mochila chica, la opción es colgar el gorro en el asa de la mochila; dejar la mochila en la reja  e intentar sentarse en el suelo.  Observar el cambio de guardia y a Leticia –la esposa del príncipe, no la que me abrió la puerta- con sus niños saludando a un jardín infantil en pleno en la entrada del palacio.

Se acaba el cambio de guardia y emprendo el camino por un largo parque cuyo nombre olvidé, y que se parece –un poco, pero poco- al que rodea a nuestro hediondo Mapocho; el destino: la abadía de Westminster y la Catedral de San Paul. Sigo maravillándome con los miles de rostros felices, las ardillas que de tiernas tienen bien poco, la incólume limpieza, el color intenso del pasto tan verde.

En la esquina de la abadía, una foto; otra más cerca y … acá hay algo raro. No aparece el gorro. Miro la mochila y efectivamente, el gorro no estaba. Reviso la mochila, los bolsillos, ni rastros. No pienso perder otro gorro; uno igual fue perdido en un baño de un Marks and Spencer en Bath y me rehusaba a perder  otro.

Sin mucho sentido, comienzo a caminar en sentido contrario mirando al suelo y preguntándole a las personas si habían visto un gorro. Las personas no me miraban con cara de loca, sino de compasión, negaban con la cabeza y miraban a su alrededor.

– A cat? (un gato) me preguntan al cabo de varias cuadras. – No, a hat. (un sombrero) , respondí. Claro, no me encontraban loca porque creían que buscaba a mi mascota regalona y no algo material e irremplazable. El trecho que había caminado en una hora, lo hice en 30 minutos sin encontrar el gorro. Pero a 10 metros de la reja verde con bronce brillante color oro, lo veo descansando entre la multitud.

¡Mi gorro! Sale de mis entrañas en un perfecto castellano medio dormido por hablar casi sólo en inglés. Correr a través de la plaza, agarrar mi gorro y guardarlo al fondo de la mochila. Caminar de vuelta. No podía creer que lo había encontrado. Que nadie lo había tomado, que, estuvo ahí, vulnerable a cualquier alma flaite que se lo embolsara, durante casi una hora y media. Que si bien en la plaza había muchos turistas, el espíritu del ambiente los impulsó a todos a dejar el gorro donde estaba, simplemente porque no era de ellos.

Claro que reniego de mi país cuando veo cosas así. Claro que reniego cuando veo que nadie se roba un gorro pudiendo, que todos se preocuparon genuinamente cuando creían que buscaba mi gato. Y en el metro nadie empuja, y por más lleno que esté nadie toca a nadie. Si no hay buses, no te ladran con un “No hay” sino que educadamente te responden “Lo siento, lamentablemente no contamos con buses, y no hay nada que podamos hacer. Sin embargo, puede usted consultar con la oficina de turismo que se ubica allí, por favor, permítame su mapa para indicarle”.

No sé si fue el sol. Sólo sé que mi gorro estaba, que nunca nadie me trató mal y si me trataron mal lo hicieron en forma educada. Es mentira que nadie te ayuda; cuando no podía subir la maleta por la escalera, siempre alguien me soplaba que había un ascensor, o tomaba el extremo de mi maleta. En eso puedo decir que estamos parecidos.

Así que cuando me dicen que la ciudad se paralizará, que se cerrarán las calles, que los prohibido  y los carteles que ya abundan se multiplicarán, todo por una boda real; les creo. Les creo que se la pueden, que la gente les va a hacer caso, que nadie va a hacer tonteras o intentar traspasar las reglas. Que nada saldrá mal, que nada ha sido dejado al azar. Me gusta un poco ese control y en mi obsesividad , me ilusiono de que mi vida podría ser así de perfecta. Tan sólo si viviera en Londres. (Tranquilos, sé que es sólo una ilusión, que aunque lo parezca, nunca nada es perfecto).

Cuando veo reglas que se cumplen, cuando vi que mi gorro estaba seguro en mi mochila, me sale un orgullo extraño de saber que mis tatarabuelos hayan sido alguna vez súbditos de la corona Británica. El que se hayan tenido que subir a un barco escapando de la miseria y que mi bisabuela haya despedido a uno de sus hermanos cuyo cadáver se fue por la borda luego de que muriera de tifus… bueno eso, es otra historia.

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