Al igual que muchas familias en Chile, recibir una educación católica desde la cuna era común. Respetar las tradiciones sin cuestionarlas era parte de mi vida por defecto. Pero cuando comencé a crecer, perdí las ganas de ir a la iglesia, de rezar todos los días, agradecer todas las noches y no comer, ni celebrar nada los Viernes Santos. Pero el cambio fue radical cuando el año pasado acepté comer comida extranjera ese día. Y sí, por más rica que estuvo, me sentí mal un par de veces. Y la sensación empeoró cuando le conté a mi mamá. No tenía por qué hacerlo, pero cuando llegué a la casa fue lo primero que hice.
Pero la historia terminó por preocupar a mi madre cuando de sus tres hijos mayores ninguno es participe de su religión. El cambio fue tal que no sólo ya no rezamos, ni respetamos pasar frente a una iglesia, también descartamos por completo el sacramento de matrimonio, ¿es decir? Adiós matrimonio con la parafernalia de ir a la iglesia y jurar frente a Dios que nos amaremos para siempre.
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Para los integrantes de la familia, siento que es un poco más incómodo que para mi madre. Porque para el resto, mis hermanos y yo somos una tropa de herejes, mal agradecidos y faltos de una orientación clara. En un almuerzo familiar, contar que tenemos ese rechazo frente a cualquier religión es casi una falta que merece la muerte.
Para mi cada celebración religiosa es un clásico tratar este tópico, ¿Les ha pasado esto alguna vez??