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Mi primer beso con una mujer

En una de esas tantas noches con olor a humo, Cortázar, un rancio bar y ‘Evidence’ de fondo.

Con Bigotes acordamos nunca más entrar a aquel boliche, luego de que un cafiche vestido de cabrona me ofreció una irresistible suma de dinero por bailar en su cabaret. Una propuesta en la que claro, bajo los efectos del alcohol y después sin ellos, reflexioné.

Era un día de semana y el toque de queda de nuestro ilustre alcalde de Santiago, Pablo Zalaquett, nos tenía nuevamente de brazos cruzados y con unos deseos incontrolables de ir por esa última cerveza. Ambos sabíamos cuál era la última opción y tras mentirnos un rato con alucinaciones fantásticas de entrar a un supermercado cerrado, sacar una chela y dejar el pago, nos vimos nuevamente felices dentro del sucucho de la muerte y haciendo salud por nuestro fracaso imaginario. ¿La solución? Ninguno de los dos perdería la vista del otro, ni siquiera para ir al baño.

Esa noche no hubo necesidad de recurrir a una cita de Benedetti para que me quedara con él, en cambio, hubo mucho Cortázar, Buñuel y como siempre, unos toques de Beatles, para reafirmarme que había hecho bien.

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Las cosas en esos bares no cambian mucho, el mismo olor a frituras, el mismo dueño con su pseudo amante-pseudo puta y el mismo wurlitzer que a  las 1:15 am es abordado por un borracho que deposita sus últimas dos monedas para dar jugo, levantar las manos y gritar al ritmo de Ámerico.

Y es ahí, cuando después del segundo vaso de esa “ùltima botella” nos sentimos plenos, tratando de dejar registro mental de cada una de las recomendaciones de películas, libros, nuevos discos y sentimientos. Los que con el tiempo quizás, discutiríamos en un bar, caminando por un parque o mirando el techo, en el mejor de los casos, sobre el techo.

Pero algo cambió radicalmente el sentido de nuestro reloj, desde el viejo tarro cumbianchero el primer beat de un sexy ‘Evidence’ de Faith no More nos hizo instintivamente buscar entre todos esos calcetineros de Leo Rey, al responsable de ponerlo. Y aunque si bien, hoy se trata de una banda de gusto transversal, definitivamente ninguno de los asistentes coincidía con el perfil de aquel local, salvo los recién llegados de la mesa seis (sólo por ponerle un número).

El coqueteo con la mesa seis fue inevitable, y al igual que con la cabrona-cafiche-hombre, nos vimos de frente chocando los vasos con una pareja de treinteañeros: -“Tenía tantas ganas de escuchar esta canción”-, dijo ella -“Nos quedamos con las ganas de una última cerveza”-, agregó él. Con Bigotes nos sentimos comprendidos.

Ella era rubia y llevaba una melena desordenada, vestía unos jeans rotos y una chaqueta de cuero.

Él, no recuerdo.

Ella intentaba imponer una actitud rockera, pero su fina y preciosa cara de muñeca de porcelana se la opacaba.

Él, no recuerdo.

Ella volvió a poner ‘Evidence’ y cantamos juntas un “I didn’t feel a thing”, seguido por un “it didn’t mean a thing…” Unimos fuerzas monetarias y fuimos por más cervezas. Hablamos de rock, política, sexo, de todo, menos religión.

Nos paramos y entre las dos bailamos, amenazamos al par de muchachos con un osado striptease sobre la mesa. nos reìmos… nos gustamos.

La pseudo amante-pseudo puta del dueño del bar nos informó que en cinco minutos iban a cerrar, por lo que el treinteañero sacó sus llaves del auto y nos ofreció rematar la noche en su casa. No sé por qué, pero nos negamos. Y por más que insistieron en llevarnos en su auto, estábamos a 436 pasos de “nuestro” departamento.

Una vez afuera, la chica volvió a insistirme, penetrando mis entrañas con su terrible mirada azul, tomó de mi cuello y me besó dulce, suave y exquisitamente.

No recuerdo si me humedecí o si moví mis labios para responder a tan placentera muestra de afecto. Sólo mantengo esculpida en mi memoria a Bigotes, quien miró sin reproches, ni excitaciones… Bigotes miró paciente y en silencio.

Esa noche acordamos, nunca más volver a aquel boliche.

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