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Mi cumpleaños y la cábala del beso [Parte I]

Cassandra va a cumplir años y ya está preparando su inusual celebración. No te pierdas esta nueva entrega de esta gran historia.

Hoy debo confesarle a este diario que estoy de cumpleaños y simplemente no sé qué diablos hacer con mi vida. Los cumpleaños siempre han sido para mí las fechas más extraña de todas. Raras porque nunca he sabido cómo moverme. Ni siquiera he podido averiguar todavía por qué diablos vine a aterrizar a este mundo. A veces pienso que sólo nací para comer pan con mortadela y ser mamá del Negro Vicente. O en otras oportunidades también pienso, que sólo vine a este mundo para ver televisión. En esta fecha me pongo contemplativa. En esta fecha ni siquiera sé qué cara debo ponerle a los cuatro pelagatos que me conocen. No sé si deba sonreírle a mi madre, o simplemente mandarla a la cresta, porque tiene la mala ocurrencia de despertarme, a las ocho de la mañana, de cada sábado que es mi cumpleaños, con un proyecto de torta que suele parecer un ladrillo. No entiendo porqué insiste en hacerla, si siempre le sale horrorosa.

Quemada y dura como un verdadero ladrillo. Para mí por ejemplo, sería mucho más fácil que me comprase una torta normal de supermercado. Pero mi mamá no hace nada normal en la vida. Mi mamá insiste en meter al horno aquella plasta horrorosa. Hoy, de hecho me despertó con ella, y simplemente no supe qué diablos hacer para zafarme. Nunca sé lo que tengo qué hacer para zafarme. Al final la terminé masticando. A regañadientes y con una sonrisa más falsa que Judas. De esa forma comenzó mi cumpleaños. Con un episodio verdaderamente para el olvido.

Y luego me metí a la ducha y sólo comencé a pensar en cómo podía remediar la situación. La caída del agua suele ayudarme a pensar en cómo puedo remediar las situaciones. Aunque mis posibilidades son siempre remotas. O al menos en esa oportunidad, eran más bien remotas. Definitivamente no podía celebrar mi cumpleaños con el nivel de pesadumbre de siempre. Cumpliendo aquellos mismos rituales depresivos de todos los días. Con los mismos fracasados de todos los días. No podía llamar a la Marcia por ejemplo, y salir con ella, para terminar escuchando sus historias largas y horribles de hombres. Tampoco podía llamar al pirigüin desvergonzado, por ejemplo, para terminar teniendo mal sexo con él.

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Los niños corrieron para perseguir a las niñas, y a mí simplemente no me comenzó a perseguir nadie. Empecé a escapar de mi propia sombra. Ninguno de esos pergenios desgraciados pensaba, que yo era lo suficientemente bonita como para pillarme.

No. Este año debía hacer algo distinto. Completamente distinto. Algo lo suficientemente audaz como para despercudirme. Tan audaz que incluso me terminará desconociendo a mí misma. Y es que a veces uno simplemente necesita hacer cosas que a una la terminen alejando de su propia persona. Hacer quizás algo tan audaz como pasear con un hombre estatua vestido de Michael Jackson, o adoptar a un perro con nombre y sabiduría de humano. Un perro como el Negro Vicente. De hecho le pregunté a mi Negro lo que tenía qué hacer, y él me lo terminó por confirmar enseguida. Con sólo dos ladridos me lo dejó completamente clarito. El Negro siempre me ha confirmado que es el sujeto más sabio de todos. De hecho gracias a él, aún no terminaba mi día, y yo ya sabía lo que tenía qué hacer.

Y todo debido a su sabiduría. Esa noche saldría sola y todo gracias a su sabiduría. Sola e imperturbable. Saldría sola para probar que la cábala del beso realmente existía. Aquella cábala del beso, que explica, que si uno le da un topón a un tipo cualquiera, en el día de su cumpleaños, se asegura un año completo de suerte. Y yo necesitaba ese año de suerte. Cumplir con la cábala. A cualquier costo. En cualquier lugar de Santiago. Con cualquier tipo -medianamente pasable- que quisiera algo conmigo. Daba lo mismo la situación. Daba lo mismo lo feo o hermoso que fuera el prospecto. Lo único importante era la suerte.

Lo único importante era que la cábala traía la suerte. Desde siempre la había traído. Si lograbas cumplirla te la asegurabas, y si no, mejor ni valía la pena intentarlo. Como la vez en que celebré mi cumpleaños número diez. Como esa vez en que traté de cumplirla y simplemente terminé trasquilada. Lo recuerdo como si fuera hoy. Recuerdo cada detalle de ese cumpleaños fatídico. Recuerdo el frío. Recuerdo las niñas corriendo con pantys de lana. Recuerdo las serpentinas inertes como culebras muertas sobre la mesa, recuerdo la piñata intacta colgando de un árbol como un suicida, y me recuerdo a mí. A mí, parada al lado de la mesa de la comida sin ninguna posibilidad de acertar. Yo con mi vestido nuevo de florecitas rosadas y mis zapatos preferidos de charol blanco. Allí, paradita como un farolito. Incubando la esperanza de una tarde que se suponía que resultaría perfecta. Incubando la secreta esperanza de cumplir con la cábala del beso.

Ninguna imagen podría haber sido más triste que esa. Dicen que la memoria traiciona las imágenes más tristes como el método más efectivo de supervivencia. Aunque de esa oportunidad, aún tengo el recuerdo latente, de que nada podría haber resultado peor. Como una tarde fría en que uno termina atragantándose con una manzana podrida de invierno. Recuerdo que ese día yo cumplía una década. Al fin llegaba a una edad en que debía ocupar todos mis dedos para graficarla. De hecho estaba a punto de mostrarle todos mis dedos a una tía que venía recién llegando, cuando comenzó todo.

Cuando comenzó a jugarse el único juego que podría haber obstaculizado mi cábala. El cumplimiento de ella. El juego se llamaba beso, patada y cachetada. Aún recuerdo ese juego. Ese juego siniestro donde los niños perseguían a las niñas para exigirles un beso. El único juego donde yo siempre salía perdiendo. Donde yo siempre terminaba convirtiéndome en un ser invisible. En una pantomima graciosa. Y en aquella oportunidad no fue diferente. Los niños corrieron para perseguir a las niñas, y a mí simplemente no me comenzó a perseguir nadie. Empecé a escapar de mi propia sombra. Ninguno de esos pergenios desgraciados pensaba, que yo era lo suficientemente bonita como para pillarme. Las demás niñas corrían y a mí sólo me perseguía mi sombra. Escapaba de un ser invisible. Como cuando el Negro Vicente se pilla la cola. Igualito al Negro Vicente.

Verme era como presenciar la imagen más absurda de todas. Yo escapando de niños que no querían seguirme. Tal vez si no hubiese esperado la cábala, todo hubiese sido más fácil. Hubiese sido más fácil conformarme con el hecho, de que esa tarde, definitivamente, no obtendría mi beso. En general siempre cuando uno no espera nada de la vida, todo se hace más fácil. Pero yo durante ese cumpleaños, sí esperaba algo de la vida, ambicionaba un año de suerte. Lo quería tanto como lo quiero hoy. Como lo quiero ahora que haré cualquier cosa para conseguirlo. Y cuando digo cualquier cosa, sólo yo sé a lo que me refiero.

[Foto: www.picstopin.com]

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