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París, Je t’aime

¿Qué hacer en la ciudad de las luces cuando crees en el romántico mito parisino, estás soltera, hay amigos y merlot?

Cerca de la casa de mi abuela había un graffiti que decía: “Si eres joven y rebelde, Coca –Cola te comprende”. Y yo no era tan fanática de las bebidas cola, pero con los diecisiete recién cumplidos me creía más irreverente que las Pussy Riot (y ni siquiera Coca – Cola podía ser capaz de entenderme). Estaba de intercambio en Alemania; y un día cualquiera viajé a otra ciudad a carretear con mis amigos. Un trago llevo al otro, varios copetes a la inconsciencia, y cuando desperté de mis lagunas mentales, amanecí en París. Así de simple.

Éramos cuatro y yo, la única mujer. Y aunque me creía indomable y subversiva, el hecho de estar en Francia me tenía más romanticona que canción de Carla Bruni. Había leído miles de novelitas rosa que se desarrollaban allí; a Flaubert, a los poetas malditos. Había visto ‘María Antonieta’ y ‘Amelié’, admiraba profundamente a Coco Chanel y soñaba con trabajar en Vogue Paris.

La verdad es que el viaje había sido más que casual; pero ya estábamos allí y sin enamorarme, yo no me iba ni cagando. Comenzaba el atardecer de nuestra última jornada y aun no íbamos a la torre Eiffel. Yo quería ver París de noche, observar la ciudad desde arriba, encandilarme con sus luces… y mis compañeros, nada. Sin embargo, en un arranque de lucidez, apañaron y fuimos a Montmartre.

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Ya habíamos estado antes en la Sacré Cœur, pero no creo haberme dado cuenta de la mística que tenía el barrio. Solo vi muchos locales cerrados y una infinita cantidad de adoquines. De día estaba lleno de turistas, plagado de asiáticos en poses extrañas sacando fotos. Abundaban los vendedores, llovían las postales y rebosaban las gárgolas. El cuadro se conformaba en su mayoría por monjas, sacerdotes, uno que otro niño jugando y toneladas de flashes. No era más que otra zona turística como la de todas las capitales del mundo. Pero de noche todo se veía diferente. Era como si todo brillara con luz propia, y no lo digo solo por las lentejuelas que se desprendían de los algunos trajes, sino que tenía que ver con la luminiscencia de “la Bohème” y la calidez de sus bares.

Estaba alucinada. Pensaba en Baudelaire; en que no tenía ninguna imagen sobre su aspecto, pero que de seguro se parecía mucho a los señores que brindaban sobre las mesas de ‘La Fourmi‘. “De haber existido, Oliveira y la Maga estarían aquí”, me reía sola. Pero a esas alturas mis amigos no se acordaban ni de su nombre, menos podría pedirles que recordaran a los personajes de Cortázar.

Incluso la música era distinta. Cuerdas, vientos. Gente bailando en los rincones. Era como si la ciudad acabase de despertar. Todo parecía una gran fiesta, y al festejo le importaba muy poco lo que dijeran los pasaportes de sus invitados. Vi asiáticos y alemanes cantando en una barra, mis compadres enseñándole cueca a unas húngaras, y yo disparando con la cámara desde una escalera.

Sonreía. Ya no había conocido a nadie especial, pero no me importaba. Estaba en la cuna de los intelectuales, fumando tabaco negro, bebiendo un licor de durazno y respirando la atmósfera que se supone que te inspira a escribir un poema. -“Suficiente para contarles a mis nietos”-, pensaba. Pero apareció Felipe. Fele era el más pelmazo de los amigos con los que había ido. Nunca me había gustado, pero estábamos en París y bueno… Me preguntó si estaba aburrida y prometió acompañarme a cualquier lado. Me ofreció su brazo, y partimos. Primera parada, Champs-Élysées.

Todo el mundo dice que París huele a pipí de gato, lo cual es parcialmente cierto. Pero en ese momento, lo único que pude oler fue café. Mujeres y hombres elegantes sentados junto a sus maletines, compartiendo cortados y platos de pasta, algunas masitas y copas de vino. En las vías ya no transitaba casi nadie y miles de taxis hacían fila esperando a quienes deseaban irse a sus casas. Ya no había apuro, la capital de los franchutes se enlentecía. Pasamos junto a las tiendas de DiorChanel y Vuitton. Nunca me había querido poner un traje blanco de dos piezas, menos un sombrero enorme. Pero en ese momento sentí ganas. Vitrinas monumentales, maniquís casi reales. Por primera vez le encontré un sentido práctico a la alta costura, nada de lo que se exhibía allí podía estar fuera de contexto. Funcionaba a la perfección de noche y en los Campos Elíseos.

Quería recorrer el Sena, pero no por la orillas; sino que desde adentro. Llegamos antes de que se cerrara el último viaje en una especie de lancha/bote que prometía conducirnos a Eiffel bajo los puentes más hermosos de la ciudad. Estaba oscuro, pero el relieve de los edificios se podía ver de todas formas. Casonas enormes, con ventanas imperiales desde donde se desprendían balcones; en las que, probablemente alguna vez, niñas aristócratas saludaron a sus enamorados. Diseños como enredaderas, figuras de aves irradiadas por faroles de cuentos. ¿Cómo no interesarte por el arte cuando todo el deleite estético está ahí? Ya estaba divagando. No sabía si habría sido el movimiento río o la botella de Merlot, pero de repente me empecé a emborrachar. La vela sobre la mesa hacía que todo se volviera más acogedor y Fele cada vez más atractivo.

Ya se hacía tarde y empezaba a ser frío. -Tenemos que ir a Eiffel”- y corrimos entumidos por callecitas a penas iluminadas. El viento se llevo mi gorro, y tuve que ponerme la bufanda en la cabeza. Se veía todo. El Louvre, la rueda de la fortuna, el lugar donde supuestamente está enterrado Napoleón, el Arco de Triunfo, el arco de la Défense, esa especie de obelisco que le robaron a los egipcios, los campos elíseos y las luces. Quería ponerme a llorar solo por decir que me había salido lagrimas de la pura emoción, pero era tan impresionante, que solo me dio para abrir la boca y gritar: -“Paaaris, Je t’aaaime”-. Pensaba que me habría gustado estar ahí con alguien que quisiera, pero no… solo estaba Felipe (que aparentemente estaba pensando lo mismo que yo). Se acercó y me abrazó por la espalda con la excusa de que estaba congelado. Después me tomó la mano y me dijo que había algo que me quería decir hace mucho tiempo. La verdad es que me habría dado lo mismo si es que alguien como Felipe me hubiera pedido pololeo en la ciudad de las luces, le hubiera dicho que sí; pero al muy estúpido se le ocurrió decir la frase menos romántica que alguien podría lanzar en París: -“Desde que te conocí que te quiero dar”-. ¡Qué mierda significa eso! Ahí sí que me puse a llorar.

Faltaba un solo lugar por recorrer: La plaza Dauphine. Dicen que de noche los sueños se hacen realidad; y que si besas a tu verdadero amor sobre un puente, volverás a París. La luna brillaba sobre el agua, un par de parejas colgaban candados sobre barandas, un viejito tocaba el violín y yo estaba inmensamente borracha. Nos dimos un beso. Creo que el peor de la historia del romanticismo mundial, donde ni el copete ni la mística nos pudieron ayudar.

No creo en supersticiones. Pero luego de ese viaje he intentado volver a París dos veces; nunca ha funcionado. No sé si sea culpa de Felipe o culpa mía, pero ni siquiera he podido acercarme a la comunidad europea. Cuando me preguntan por París, respondo “puro rock n’ roll, hermana”. ¿Pa’ qué voy a andar contando que me metí con un imbécil? Y con respecto a él… nuestro beso fue tan bueno que claramente nunca más lo volví a ver.

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