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Buenos Aires y mi nueva vida

Gustavo Cerati y el hipnotismo de un flagelo dulce, tan dulce.

Hoy debo confesarle a este diario que ya estoy comenzando con mi nueva vida. Finalmente aterricé en plena ciudad de la furia. Bajé del avión y llegué a Buenos Aires. A la ciudad en donde la gente cree que Maradona es un Dios. A la ciudad en donde la gente se pierde como una enredadera furiosa bajo el mismo amparo de un rascacielos difuso. A la ciudad en donde el rock crece en cada maldita esquina de un mapa imposible. Porque aquí el mapa es verdaderamente imposible. Porque aquí el rock se multiplica como las flores negras. Así crece el rock en esta ciudad. En las alcantarillas y las venas abiertas de un par de muchachos. Y es que Buenos Aires es completamente diferente a Santiago. Aquí las avenidas son anchas. Aquí los postes son gruesos como verdaderas estructuras de alta tensión. Aquí los pordioseros piden pizza y no un poco de pan.

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Aquí todos se quejan de todo. Aquí nadie se queda callado. Aquí todo el mundo lanza sus aullidos contra los rascacielos interminables. Aquí él que no lanza sus aullidos es tonto y todo el mundo se le queda mirando. Se le quedan viendo porque no lo comprenden. Porque olfatean que no pertenece a este mismo mundo que ellos. Aquí no existe nadie como la señora Iris. Aquí nadie vendería maquillajes siendo tan fea. Aquí nadie es así. Aquí la gente es diferente. Es esencialmente diferente.

Incluso diferente de mí. Al nivel que incluso se me quedan mirando. Se me quedan viendo mientras me ven pasar por la calle. Me miran como si perteneciese a una raza de gente más triste que ellos. A una especie de gente más triste y taciturna que ellos. Creo que camino más chueco de lo que ellos caminan. Creo que mi espalda presenta una curvatura más pronunciada de la que ellos presentan. Pero más allá de eso creo. Más allá de todas las diferencias que pudiese haber tenido con ellos, pienso, que yo finalmente tenía qué hacer lo que tenía qué hacer. Tenía que ir a ver a Cerati. Mi primera misión en Buenos Aires siempre había sido ver a Cerati. Tenía que estar cerca del hombre entubado. Respirar del mismo aire que él respiraba.

Porque lo único cierto fue, que a la señora Inés definitivamente le causaba pudor confesar, que iba todos los lunes a ver a Cerati, no por ver a Cerati, sino más bien para recordarse de algo. Pararecordarse de la mejor noche de sexo que había tenido en su vida.

Estar cerca de ese hombre que había creado la ciudad de la furia. O que yo creía que había creado la ciudad de la furia. De Cerati. Fui a buscar a Cerati. A la clínica Alcla que era el lugar exacto donde me habían dicho que estaba. A las nueve de la mañana, porque esa era la hora exacta en que me dijeron que recibía su baño. La hora más importante del día. Su ritual más importante del día. Porque yo lo único que quería, era estar a su lado.

De hecho llegué y ya estaban todos agolpados allí. A las afueras de la clínica. La muchedumbre agolpada como en un partido de fútbol. Más de diez personas, esperando el ritual. O lo que yo creía que era un ritual. El ritual matutino del baño. Rogando por la resurrección del rockero. Rogando para que el agua lo devolviera a la vida. Esperando un escaso y remoto milagro. Un signo vital. Como un gesto casi imposible. La gente agolpada a las afueras de la clínica, a la espera de un gesto casi imposible. Sólo eso. A pesar de los tres años que habían pasado. A pesar de todo ese tiempo, aún estaban afuera. Pude verlos. Todos estaban allí. Agolpados como un rebaño obediente. Adivinando cada detalle de lo que iba pasando. Dentro de ese lujoso recinto con el rockero. En especial una señora que se llamaba Inés.

Inés tenía más de cincuenta años y también estaba allí. Inés tenía el pelo platinado y planeaba pasarse toda la mañana tomando mate. Iba allí como en una especie de eucaristía. Todas las mañanas del lunes. Llegaba, tomaba su hierba amarga y escondía un secreto. Un secreto que sólo me develaría al final. Al final de aquella jornada. Inés al igual que todos, sabía perfectamente lo que estaba pasando. Por ejemplo sabía perfectamente lo que pasaría a eso de las 9:05 de la mañana. A esa hora Cerati recibiría su baño. Una enfermera le pasaría una esponja con agua tibia y perfumada por todo su cuerpo. A las 9:15 sería vestido. Lo vestirían como solían vestirse a los príncipes. Entre varias personas. Tratando de hacerlo lucir lo mejor dentro de lo humanamente posible. Tratando de revivir su imagen pasada. Con una polera rockera, un jeans y unas zapatillas de marca. A las 9:20 sería afeitado. Y por último a las 9:40, ocurriría lo más triste de aquella jornada. Cerati finalmente se convertiría en quien nunca había sido en su vida. En el ser inerte que tiene que ser levantado entre varios de su camilla, y acarreado para sentarse.

Yo ya podía imaginármelo en eso. En ese trance. Desde las afueras de la clínica allí parada, como una especie de arbolito ridículo. Al lado de la señora Inés. Podía imaginármelo allí, rodeado de enfermeros por todos lados. Enfermeros que probablemente aún no podían olvidarse del tiempo de Cerati en los escenarios. O al menos yo, era incapaz de olvidarme del tiempo de Cerati en los escenarios. Finalmente en eso pensaba en las afueras de la clínica. En la única vez que lo había visto tocar en mi vida. En el Estadio Nacional como el hervidero máximo de la nostalgia. De esa noche que fui con mi mamá y fumé marihuana. Por primera vez en mi vida. Sólo para molestarla.

Sólo para molestarla, y cortarle uno de sus tentáculos de forma definitiva. Lo recuerdo como si fuera hoy. La recuerdo a ella amarga como el chocolate bitter. La recuerdo a ella acarreándome a su lado, con el único propósito de “revivir su juventud” a través del rockero. Porque eso fue lo que finalmente me dijo. Que quería revivir su juventud a través del rockero. Esa excusa me dio. Y luego me pilló fumando marihuana en pleno. En pleno recital con cinco desconocidos que eran definitivamente los más “pinganillas” del estadio. Los únicos que tenían los pantalones rotos, el pelo pegado y las pupilas enrojecidas de tanto fumar. Y ella mirándome. Desafiante. Aún puedo recordar sus ojos vidriosos. Sus ojos de odio clavándose en mi escote como dos espinas. Y yo ignorándola. Y yo escuchando el Dínamo, con los pulmones tan cargados de marihuana y risa, que prácticamente logré hacer caso omiso de su presencia.

Porque ese fue mi gran éxito de la noche. Lograr hacer caso omiso de su presencia. Y por lo mismo para mí Cerati significa risa. Al igual que para la señora Inés. Al igual que para ella, que finalmente, casi al término de la jornada, casi milagrosamente, quiso develarme su secreto. Un secreto que sólo me confesó a mí, porque intuía, que yo era la única desconocida capaz de quedarse callada. La única desconocida que jamás volvería a ver. Porque lo único cierto fue, que a la señora Inés definitivamente le causaba pudor confesar, que iba todos los lunes a ver a Cerati, no por ver a Cerati, sino más bien para recordarse de algo. Para recordarse de la mejor noche de sexo que había tenido en su vida.

Esa noche había escuchando Canción Animal, me dijo. Y por lo mismo iba cada lunes a verlo. Para recordarlo. Para revivir ese momento. Cada detalle de ese momento. Las letras, el ritmo, la voz de Cerati rasgándolo todo. Para revivir la mano áspera de un hombre, moviéndose bajo el influjo del siguiente verso: “Hipnotismo de un flagelo… Cuando el cuerpo no espera lo que llaman amor… Cada lágrima de hambre. El más puro néctar. Nada más dulce que el deseo en cadenas”. Nada más dulce que el deseo en cadenas, se repetía la señora Inés así misma, con una fe casi imposible. Con la única fe del que lleva casi tres años cumpliendo lo mismo. El mismo maldito ritual que le lleva la vida.

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