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Diario de un Coleccionista

Con un estilo muy a la altura de Roberto Bolaño, Peazeta nos relata cómo consiguió su deseada agenda de bordes dorados.

Esta es la cosa: me encantan las libretas. Todo lo que es papelería en realidad, pero últimamente son esas maravillas tiernas, esos espacios blancos, los que han cautivado a mi débil corazón.

Desde pequeña esta “arista”, por ponerle un nombre, se desarrolló en mí. Recuerdo que cuando mis padres me llevaban al Apumanque, donde la juguetería Rochet y la librería Mon Amie estaban casi pegadas. Mi hermana corría hasta hasta el Castillo del juguete. Yo, en cambio, me introducía por debajo de largas piernas y me escabullía hasta el mostrador de la librería: lleno de lápices con tinta gel, tiralíneas, stickers de estrellas brillantes y grandes cuadernos negros cuadriculados. Ahí dentro siempre olía a una mezcla de papel nuevo, polvo y chocolate de la tienda de al lado. Todo ahí era perfecto, al alcance de la mano, no como esas molestas tiendas que tienen su mercancía tras el mostrador.

En mi casa nunca faltaban esos dichosos artículos. Mi padre siempre llegaba con lápices con forma de jeringa que le regalaban los laboratorios en el hospital a cambio de que les recetara Ainex a sus pacientes en vez del genérico Paracetamol. Mi madre contribuía con los pequeños talonarios de papeles brillantes y adhesivo incorporado que sacaba de su oficina. Ella siempre los traía, pero jamás me dejaba sacarlos cuando la visitaba en su trabajo. Quizás le gustaba dármelos ella misma.

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Mi abuela, por su parte, siempre me llevaba a Awon, no Avon como los maquillajes, Awon era una tienda de chucherías en Patronato. Ahí, frente al Banco de Chile. Siempre me dejaba elegir una libreta, un lápiz y una goma con la forma de algún monito. Cuando ya había seleccionado el botín, íbamos hasta la caja, donde una señora china escribía en un cuadrado de papel craft el monto de la compra. Si salía más de $5000, por ejemplo, mi abuela le decía que sólo tenía 6 y necesitaba luca para pagar el pasaje del metro de ella y “su niña”. La Señora China le peleaba un poco y terminaba cobrándole los 5 y regalándome un coyac con forma de estrella que estaba siempre muy pegoteado.

Para cuando tenía 11 años mi colección de libretas y esquelas contaba con una caja gris de oficina llena hasta la mitad. Todas impecables. Sólo usaba las que estaban repetidas y las intercambiaba con otras compañeras como si fueran cartas Pokemón.
Creo que fue en Casa&Ideas donde compré mi primera libreta. Es decir, fue la primera que tuve que fue comprada por mí misma. Estaba en oferta a $3990, era verde y alargada, con unas hojas blancas y cubierta de tela. Luego compré otra igual en morado, luego una de flores y una de pavo real. Hoy sólo la verde está llena y la morada comenzada.

Mi entrada a las grandes ligas tardaría en llegar. No fue hasta mi primer año de universidad que me atreví a entrar a Papelaria. Jamás compraba nada, sólo me escabullía entre las repisas atiborradas de papeles encerados, de líneas, blancos y de cuadros. Libres de ácidos, con cubierta dura y cintas marca páginas.

Un día, de sorpresa, mi madre me regaló una caja de postales de la tienda. La había encontrado en el cajón de ofertas, ya que estaba un poco golpeada y aún tenía el pegamento de la etiqueta que marcaba la rebaja. Olía un poco a naftalina y no tenía derecho a devolución.

La navidad del 2012 llegaría por fin mi pasaje de entrada a la tienda como comprador. Mi pololo había elegido una libreta grande, de tapa dura y cierre magnético. Era negro y estaba cubierto por pequeños signos de paz de diversos colores, Su olor era a nuevo y con un leve toque a esas bolitas en gel anti-humedad. Sus páginas eran de suaves líneas negras, libres de cualquier otro molesto diseño. Era la libreta por la que siempre había esperado. Eso, hasta que llegué a la página final: tras ella el forro negro cubierto de paces se estaba desprendiendo. Era un desastre, era imperdonable, pero también era la oportunidad de elegir mi propia libreta.

Llegamos hasta la sucursal de la tienda ubicada en el Parque Arauco antes de la víspera del Año Nuevo. Tomé los pequeños librillos aún vacíos: sin letras, dibujos ni ideas. Era un palacio de vírgenes que se vendían, como las vitrinas de putas en el Barrio Rojo de Ámsterdam. Y entre todas, expuesta en los primeros estantes, estaba ella: una pequeña libreta de Alicia en el país de las maravillas en tela suave.

Comprarla fue una delicia que no se extendió demasiado. Papelaria sería la puerta de entrada al mundo de las Moleskine y las Nuuba que sólo se encontraban en la librería Contrapunto acá en Chile. Las libretas más bellas, sencillas y absurdamente caras que vi.

Comencé a asediarlas. Entraba a distintas tiendas de la cadena para poder tocarlas, olerlas, soñar que las tenía. Y de tanto ir y venir en las tiendas, por mi mente cruzó una idea que no distinguí hasta el último momento.

El día aquel era invierno. Había soñado con la libreta que había descubierto en la víspera anterior: una bella Remember negra de cierre magnético y cinta marcadora verde. ¿El detalle que me obsesionó? La orilla de cada una de sus hojas era dorada, como en las biblias. Esa libreta era un ídolo y yo un pagano.

Antes de salir ese día elegí un bolso negro, de esos que parecen sin fondo, cuyo cierre es un pequeño broche imantado. Fácil de abrir, fácil de cerrar.

Enfilé por Providencia con paso decidido y entré en el número 2256. El Outlet ahí ubicado es un largo pasillo que no cuenta con seguridad y tiene apenas dos vendedores. Saludé a la mujer del turbante negro en la caja y fui hasta el fondo, donde están las ofertas. Me paseé un rato como mirando, acercándome a la caja envuelta en papel de regalo corriente, la tierna cama donde dormía el fruto de mi desvelo.

La tomé sin recelo y la llevé hasta la sección de arte. En ese pequeño espacio confinado por libros que hablaban sobre Poirot y Dante, el pequeño librillo de hojas doradas de deslizó hasta la caverna mullida, ese hoyo negro que era mi cartera. Mientras, una mujer y su madre observaban un libro sobre los perros en la historia del arte. Esperé que terminaran de ver el libro para hojearlo yo misma, y entonces volví a posar el volumen en el estante y la cartera sobre mi hombro. Me largué de la tienda, pero antes me despedí de la mujer del turbante y le deseé un buen día. Era de hecho un exquisito día.

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