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El ser y la nada

No es fácil ganarle el pulso a los inclementes ciclos de la vida ¡A veces veo muertos!

Hace tres noches se oía un tremendo barullo en la escalera, carreras, gritos de “rápido, rápido”… Sólo alcancé a ver que se llevaban al señor del estacionamiento en camilla y decían algo de que no movía las piernas.

Un hombre que siempre, siempre, siempre, estaba sentado, mirando entrar y salir a medio barrio. El estacionamiento es un negocio familiar, y él uno de los hijos del dueño que nunca hizo nada más, según dicen.

Es un hombre bastante gordo, así que bajarlo no fue fácil para los dos camilleros que ponían todo su empeño en no resbalar, chocaban con los muros y la barandilla, y la manta que le habían puesto no evitó que todos viéramos demasiada piel. Me entré antes de que llegaran abajo un poco impresionada, más que nada, por lo grotesco de la escena.

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Don Pedro vive solo, pero tiene un hijo que entra y sale de vez en cuando. Desde la ventana de mi cocina se ve su balcón porque además vive justo encima del estacionamiento, y algún domingo o festivo mientras hago el desayuno puedo verlo ahí, también sentado, nunca con una revista, nunca con un periódico deportivo o una radio, siempre medio tumbado aparentemente tomando el sol. Alguna vez tuvo un perro que no sé si huyó o murió.

Al día siguiente me subo al ascensor y ahí está el hijo de Don Pedro, y como ya sabemos que hace un poco de frío y a veces calor, le pregunté: “- ¿Y qué tal tu padre?” – “Kapút”, me dijo. Aún faltaban tres pisos hasta la salida, pero no pude decirle nada más. No me impresionó tanto que se hubiera muerto el señor del estacionamiento como que su hijo me dijera “Kapút”. Tal vez el chico tenga muy buenas razones para expresarse así. Es cierto que, a veces, muere alguien y se respira mejor, pero su terrible indiferencia me abofeteó.

Si el día que muera, le preguntan a un familiar mío cómo estoy y dice: “Kapút”, será estupendo estar muerta para no poder oír semejante desprecio. El chico no mostraba la menor señal de afectación. Estaba como siempre, con su cara pecosa, los dientes manchados y su atuendo de joven de extrarradio. “Chao”, me dijo y desapareció apresurado por encender su cigarrillo.

Ni una hora cerraron el estacionamiento, ni un cartel escrito a mano que pusiera “Cerrado por duelo”. No sé si el difunto habrá sido buena o mala persona, pinta de haber generado mucha simpatía no tiene la cosa, pero le dedicó miles de horas a ese lugar y ahora no hay ni el menor rastro, huella o marca de él ahí.

A ver qué estoy haciendo yo con mis horas pensé, porque está claro, que la dedicación no basta. Hay que fijarse bien dónde se invierte el tiempo, en qué depositamos nuestro esfuerzo, porque se ve que con la abnegación a una tarea no es suficiente. No sé yo si le estoy regalando demasiadas horas a la cocina, a una empresa que no es mía, a un orden que no dura, a una amiga que luego no contesta, a personas que pronto estarán demasiado ocupadas como para ver qué me pasa.

Me gustaría poder distinguir con claridad cuáles son mis alternativas reales para ganar la lucha contra la intrascendencia, pero sólo veo sombras. De momento creo que lo mejor será intentar apostar las monedas de mi esfuerzo a más de un número. Repartirme un poco, por si acaso. A ver si así, alguien, de entre todos, llega a sentir mi desaparición como una pérdida.

Esta mañana el que levantó la barrera cuando salí del estacionamiento fue el hijo de Don Pedro. Vaya con la rueda de la fortuna y los ciclos de la vida. Ahí está este joven, tan delgado y ágil, tan vivaracho y lleno de vida y ya “Kapút”.

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