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Milagrosamente el Pipo se enamoró de mí

Cassandra es sorprendida por la actitud del joven con el que se revolcó hace unos días. ¿Se enamorará ella de él también?

Hoy debo confesarle a este diario que aún no logro definir si lo que me pasó con el Pipo sea esencialmente bueno o esencialmente malo. Lo bueno fue que conocerlo, al menos me sirvió, para inaugurar esta ciudad con mí merecido revolcón, y consiguiente orgasmo. Pero lo malo fue que desde que me acosté con él, ya nunca más me lo saqué de encima. Ya nunca más se despegó de mí. De hecho hoy me sigue como si fuera un felino. El Pipo es de esos hombres que siguen a las mujeres como si fueran su sombra. Por más vanidoso que suene, me sigue -religiosamente- a cada sitio que voy. Cuando llego del trabajo llega corriendo a la puerta. Cuando me meto a mi pieza, llega reptando a mi cama. Cuando despierto por la mañana me ruega por su segunda vuelta, como si el mundo se le fuese a acabar. Me pregunto qué le estará pasando a ese hombre. De hecho, nunca tiene ningún trámite que hacer o algo que lo distraiga de mí. El tipo simplemente vive pendiente de mí. Siempre está dispuesto a alabarme.

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Cae en un infinito infantilismo. Me guiñe un ojo y comienza a desnudarse como si fuera un playboy. Cabalga una silla y comienza a dárselas de vaquero como si fuera un vedetto. Agarra mis calzones y comienza a ponérselos en la cabeza tal como Dios lo trajo a este mundo. Y mientras hace todo aquello ni siquiera sonríe.

Todo en el Pipo funciona de esa manera muy rara. La misma manera en que me mira es definitivamente muy rara. Yo me pregunto por qué diablos lo hace. Por qué no puede simplemente preguntarme por el clima, o algo aún más banal. A veces es tan raro como una cría de lagartija. A veces es tan raro que a duras penas sonríe. A veces sólo se conforma con cumplir su ritual. Su ritual me provoca el más profundo escepticismo. A veces durante su ritual saca a relucir la cara más deforme del caos. Cae en un infinito infantilismo. Me guiñe un ojo y comienza a desnudarse como si fuera un playboy. Cabalga una silla y comienza a dárselas de vaquero como si fuera un vedetto. Agarra mis calzones y comienza a ponérselos en la cabeza tal como Dios lo trajo a este mundo. Y mientras hace todo aquello ni siquiera sonríe. O más bien apenas sonríe.

El Pipo fabrica chistes y jamás se ríe de ellos. Además hace toda clase de preguntas de la más diversa naturaleza. El Pipo no sabe lo que es la indiscreción. El Pipo me pregunta por todas las partes de mi cuerpo y no se cohíbe al hacerlo. El Pipo cuando me toca el lóbulo de la oreja, me pregunta, si acaso me enamoro un poquito más después de que lo hace. El Pipo cuando me toca mi cuello me pregunta, si acaso me dan ganas de aplaudirlo o de tocarle su cuello. El Pipo está cubierto por una capa muy extraña de sin sentido común. Su cabeza funciona de manera simplemente muy rara. Por ejemplo le provoca nostalgia cuando le comienzo a hablar de mi propio pasado. Le cuento que mi pasado se componía por un pueblo muy ratón, que se llamaba Chile.

También le cuento que en ese mismo pueblo tenía una jefa muy mala que habitaba el lado más oscuro de este mundo que ya conocemos. Y por si fuera poco un perro con un coeficiente intelectual bastante más alto que un ser humano normal, que felizmente, aún habita en Santiago. Pero lo que más llama su atención es definitivamente mi madre. Los tentáculos que componen su cuerpo.

-¿Voz Cassandra me decís que viniste a Buenos Aires escapando de los tentáculos de tu madre?-, me pregunta como sonriente. Y yo nunca sé qué contestarle.

A veces sólo le digo que se vaya un ratito a la mierda. Que mueva sus palitos y libere un poquitito mi aire. El Pipo vive en mi misma pensión. El Pipo duerme en una habitación contigua a la mía. El Pipo es definitivamente el más joven de todos los que habitan la casa. El Pipo es definitivamente el único capaz de masticar su propio alimento con dientes que no son de porcelana. El Pipo, a diferencia del resto de los inquilinos, trabaja como cartero y no tiene ciática, ni está jubilado. Aquí les llaman inquilinos a los que habitan la casa. El Pipo me mira directamente a los ojos. A veces me pregunto qué diablos estará pensando cuando me mira directamente a los ojos. A veces me dice que a él le habría gustado tener una mamá exactamente igual a la mía.

-Cassandra sabés que yo hubiese disfrutado mucho de los tentáculos de tu madre…Voz sabés que a mí, la mía no me pescaba ni en bola-.

-¿Y eso qué diablos tiene que ver?-, le pregunto. Y me contesta que  -quizás si mi madre hubiese contado con los mismos tentáculos que la tuya, de alguna parte me hubiese agarrado para afirmarme mejor a este mundo-. Luego comienza a hablar de su madre.

De aquella casa ruinosa donde ambos vivían. Vivían en una casa ruinosa de la parte más pobre de Caballitos. La madre de Pipo solía trabajar cerca de allí. Era la clásica secretaria de zapatos gastados de un contador. Solía llegar a la casa con carácter de perros. El Pipo la esperaba con los platos de porcelana picados, humeantes sobre la mesa. Y ella llegaba con cara de perros. Su día siempre había sido el peor de los días. Mientras el Pipo comía, ella solía mirarlo toda descariñada. Con un profundo resentimiento. No con rabia. Sino con un insólito desencanto que empañaba sus ojos. Sus ojos apacibles pero completamente desencantados. Quizás pensaba que la vida se le estaba pasando. Pensaba que los hechos habían transcurrido simplemente demasiado rápidos como para atraparlos. Pensaba también que el Pipo había provocado una postergación en su vida. De hecho decía que hasta el mismísimo parto le había provocado dolor.

Dolor desde el mismísimo momento en que lo había traído a este mundo. Porque cuando lo dio a luz, venía con la cabeza tan grande que casi le rompió la vagina. Dolor además porque le daba rabia pensar en todas las cosas que se había perdido por él. Perdió toda su adolescencia a causa del Pipo. Su madre lo trajo tan joven a este mundo, que ni siquiera alcanzó a asumir que había dejado de ser una niña para convertirse en “mamá”. Ni siquiera logró enseñarle las cosas más simples para lograr subsistir. Cosas que tenían que ver con su propio crecimiento y posterior desarrollo.

Cosas tan simples como hacer pipí o lavarse los dientes. Cosas tan simples que por el sólo hecho de no haberlas aprendido a tiempo, hasta el día de hoy, le causan dolor. Le nublan la vida. De hecho los malos días renacen como si fueran callampas. El Pipo aún tiene fresca la imagen de todos los trances que debió soportar cuando era más niño. De hecho cuando se acuerda de aquella vez en que estuvo solo en el baño, tratando de hacer pipí, entra en el más profundo mutismo. El recuerdo de aquella desolación, lo deja en el más completo mutismo. Lo arrastra a una de las peores imágenes de toda su vida. La del niño abandonado. Completamente solo, a los cuatro años, mirando fijamente la taza de un wáter público, sin poder entender cómo diablos resolver algo tan simple como desabrocharse el primer botón del pantalón. Haciéndose pipí ahí mismo, en los pantalones, sencillamente, porque es incapaz de resolver ese asunto. Simplemente porque su madre jamás le enseñó cómo resolver ese asunto. Porque en el fondo, su madre prefirió no enseñarle a resolver ninguno de aquellos asuntos. Pero a pesar de eso, hoy el Pipo, luce feliz. Al menos cuando está a punto de clavarme sus dedos luce feliz.

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