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Amor de colegio

Porque hay amores juveniles que no se acaban ni a palos…

Hay canciones – que aunque movidas – resultan, de cajón, cortavenas. De esas para bailar sola en casa, pero con un poco de helado y una botella en la mano, mientras te limpias el rímel corrido y el rouge decolorado, para luego tirarte borracha al suelo y gritar mirando al cielo: “¡¿Por queeeé?!”. Eso es lo que me pasa con Glup!, el grupo chileno conocido por la baladita media ranchera que recita como ciertos amores en la vida no se pueden olvidar. Y puta que tienen razón. Hay cariños que no se acaban ni a palos, y si hay algo a lo que le tengo más miedo que a las culebras, es precisamente a eso: A tener 70, hijos, nietos, perros, gatos, mientras tejo en una mecedora sollozando sobre como nunca pude deshacerme de ESE sujeto: El fantasma de un cabro desaliñao’ que significo el mundo a los trece años, pero que ahora no representa nada más que un recuerdo. Amor de colegio; de esos de besos a escondidas, de perreo intenso. Justo cuando mi único referente en relaciones eran las novelas de las dos, justo cuando mi madurez equivalía a la de un pollo en un gallinero.

Llegué a un colegio nuevo en primero medio. Compañeros de curso tenía 30. 14 mujeres y 17 hombres; de los cuales pinché, besé o tuve algún tipo de relación con 10. No era como que yo fuese Megan Fox. Pero como “pajarito nuevo SIEMPRE la lleva”, era como la versión araucana de Afrodita en la tierra (más morena y bastante más rellena) de la generación del 2008. De mi decena de amantes escolares casi ninguno podría categorizarse como normal. Mi prontuario se encabeza por 2 evangélicos (uno de pandero y predica, otro de exorcismo y liberación), un gay encubierto, un músico clásico y un adicto a las enciclopedias; pero había uno que no tenía nada de especial, excepto por el parecido de su pelo con una virutilla sacabrillo o por su nariz turcoarabe curiosamente operada por desvío de tabique (clásica mentira del narigón no asumido). Javier, en general, no tiene nada que llamé a atención, exceptuando por el pequeño e insignificante detalle de que cada vez que sonríe, hace que (todavía) se me caigan los calzones.

Conocía a Javier desde antes. Era alto y flaco, además de negro y torpe. Bastante parecido a mí, solo que con veinte centímetros más y diez kilos menos. Con su pelo chuso y sus frenillos relucientes, parecía ser lo más cercano a un galán de teleseries que yo podía conseguir. O a un príncipe; como el “del Rap” sí, porque de William y Harry estamos lejísimos. Lo vi por primera vez en un partido de Voleibol. Yo jugaba menos que un hamster; me ponían en la cancha solo por moral cristiana y cada vez que me tocaba sacar, la pelota cobraba vida propia y ¡zaz!, le pagaba a una señora o a una guagua. Y ahí, entre la gente, apareció él. Sin corcel ni flores, mientras yo intentaba remachar contra una malla. Luego del partido, se presentó como el amigo de un amigo, y solo con escuchar su voz, oí en mi cabeza: “Yo voy a pololear con este hueón”. (Acabo de darme cuenta que anoté “escucho voces”. Mierda, estoy más cagada de lo que pensaba).

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Pero como las niñitas en la pubertad no son más que estropajos con incipientes volcanes faciales, nos hicimos amigos en vez de novios. Aunque ser compadres implicó bastantes cosas más allá de la amistad, incluyendo un cúmulo de primeras veces fallidas. Es difícil que una niña entienda que amor y sexo no son lo mismo y que ver a un adolescente desnudo no acarrea el sello Disney de “juntos para toda la vida”. El meollo del asunto es que finalmente el deseo juvenil jamás llego a puerto y he pasado los últimos diez años peinando la muñeca y adiestrando todas cabras que se me escaparon pal’ monte por una amistad confusa entre atracción desenfrenada y amor que no es amor.

Aunque, mirándolo absolutamente sobria y desde un cristal más lejano, pareciera que la obsesión no se puede construir desde el amor, sino que surge a raíz de esa tendencia enfermiza a querer atrapar todo lo que se escapa, a amarrar lo que se escurre, a alcanzar lo que está más lejos y que pareciera que mientras avanzas, más corre, más se pierde. Y es un capricho que no se suprime tan fácil. Pero como Daddy Yankee perrea que “donde hubo fuego, cenizas quedan”, encontramos la solución parche al problema: Aprovecharse un poco de la piscola y el carrete, abusar bastante de los estados etílicos y revivir la historia que nunca fue para volver a ser cabros chicos. Hace años que no mantengo ninguna relación con él, exceptuando por el diminuto y poco transcendental hecho de que cada vez que nos vemos terminamos encatrados en cualquier lado: Patios, playas, carpas, piscinas, cocinas y dormitorios ajenos. Dicen que la expectativa aumenta el deseo, el problema es que el mío lleva diez años más acumulado que el Kino en Navidad… y yo nunca he tenido suerte en los juegos de azar.

Creo que el asunto radica en la pica eterna que sembré por la vida, el cuello de tortuga por el fracaso adolescente. Una tontera, una estupidez. Hubiese preferido tenerlo como amigo toda la vida a que media hora como amante (si es que “amante” es un buen término pa’ la juventú). Porque antes de la ventaja, antes del “cover”, eramos Pedro Picapiedra y Pablo Mármol, Beavis y Butthead, Woody y Buzz Lightyear. Pero inevitablemente y en algún momento, el gen del morbo despiertó como en las canciones de Chayanne, y terminamos con propuestas indecentes del tipo “cuando nadie nos vea, sube al desván”. De un día pa’ otro ya no bastaba con buscar nuestras caras de ventana a ventana a través de un telescopio. Comencé a ir a dormir a su casa; y del dormitorio de su hermana a su cama, un paso. Un día me preguntó si lo quería, le dije que no. Britney y Christina decían que había que “hacerse la difícil” y yo seguí el consejo. Un pésimo consejo. Pero luego con esa fuerza estoica y la valentía que no viene en la voz, llegué con una carta a declararme, entonces fue él quien dijo que no. En una escena Bridget Jones le dije gritando que si no era polola tampoco era amiga. Esa fue la primera vez que vi a un hombre llorar y no podía creer que fuera por mí.

Y si pudo ser amor, terminó siendo sólo calentura. La última etapa de nuestra “American Pie” hormonal se disolvió en nuestro cumpleaños número quince cuando dejó entrar a la reencarnación maliciosa de “La Huérfana” a nuestra fiesta (que tenía más producción que la Colibritany). Una pendeja tan pero tan mala que hasta Carminha (de Av. Brasil) queda chica a su lado. Me omitió por la rata inmunda/animal rastrero, y yo me quedé con el vestido en la cartera y los crespos hechos. ¿Cómo es que el huevón que me cantaba “hasta ya no respirar, yo te voy a amar” me dejaba por la versión penca de la Quintrala?

Hoy lo voy a ver y estoy juntando calorías, agua y valentía para mantenerme incólume ante las ganas. Ya tiré la esponja en cuanto a revivir algo que tiene menos futuro que promesas de campaña. Porque si nos invitasen a un cumpleaños infantil, terminaríamos en el baño del Kinder, si aparecemos en juntas de colegio, la fiesta acaba en “remember” y si nos topamos en la calle es “¿tu casa o la mía?”, para luego dar paso al temido “si te he visto, no me acuerdo”. Eso sí, cuando hablamos; porque bien podemos erguir la cabeza y levantar al cuello, intentando parecer de la estatura de Godzilla, todo por evitar mirar a los ojos. En conclusión, segundas, terceras, cuartas y veinteavas partes y rememoraciones nunca fueron buenas. Al fin y al cabo, el universitario pachamámico de la volá y la buena onda nunca va a volver a ser el adolescente torpe que me hacía tiritar cuando bailábamos. Finalmente, tirar con el loco no va a echar pa’ atrás el reloj ni me va a devolver nada, solo me quedaré con la incertidumbre musical de ayer y de hoy de no tener idea de que era, verdaderamente, lo que quería el negro.

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