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La gorda incomprendida del after hour

Hoy comienzo a escribir este diario con una gran novedad en el frente: estoy de vuelta en Chile. Desperté como si hubiese sido tele transportada a este país. En la misma cama de siempre. En la misma cama donde siempre he dormido desde que tengo recuerdo. Mis sábanas aún huelen a jabón gringo y a detergente Rinso. Esta misma mañana, me encontré con la clásica imagen que ha marcado toda mi vida: los ojos fijos de mi muñeca de goma con traje celeste. La muñeca me está mirando con sus persistentes ojos de acrílico. Eso veo. La veo y nuevamente caigo en la cuenta de que estoy en Chile. Chile definitivamente no es como la Ciudad de la furia. Es diferente de la Ciudad de la Furia. Aquí las hormigas pican más fuerte, aquí la gente toma más vino. Aquí la gente se hace cargo de su pasado lactante cuando toma más vino. Chupan del gollete incansablemente hasta que ven caer la última gota. Son persistentes. Así lo hace la gente.

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Insólito. Nuevamente me encuentro en Chile. Nuevamente estoy aquí y decido que pase lo que pase no volveré. No volveré jamás al punto donde se inició todo. Al punto donde se inició mi amargura. A la tienda de maquillajes de la señorita Iris. Moriría antes de volver allí. Antes de volver a mirarla a los ojos. Inclusive el hoyo donde caigo es mejor que eso. Porque de que caigo a un hoyo, caigo a un hoyo. Caigo a un after hour de mala muerte en la calle Brasil, cerca del 885, donde yo vivía. Allí me recomienda el Pirigüin. Mi antiguo “amigo con ventaja” el Pirigüin. Todo comienza cuando el Pirigüin me ofrece trabajo.

-¿Quieres tener un trabajo donde puedas chupar todo lo que quieras y nadie te hueveé?-Me pregunta, y yo de inmediato le dije que sí. Dos días después ya estaba en el after.

Llegamos y de inmediato me presentó como un “animal multiservicio”. Me dejó caer. Aterricé en la barra. Nadie me preguntó ni cómo me llamaba ni dónde vivía, sólo aterricé en la barra. Me ubicaron allí, como un animal multiservicios. Un animal que decoraba y a la vez servía y levantaba tragos. Tan útil como una botella. Buena para todo y a la vez para nada.

Una botella transpirada con ojos grises y poquísimas posibilidades de acertar. Porque lo único cierto fue que yo desde que llegué a ese lugar, desde un inicio, tuve poquísimas posibilidades de acertar. Servía un vaso y rompía otro. Me sentía como en una película. Como en la película “Volver al Futuro”, pero sin futuro. Demente. Era verdaderamente demente estar allí. Era verdaderamente demente pensar así. Pensar como yo estaba pensando en ese momento. En la barra de ese after. Sintiéndome tal como si hubiese sido un lobo marino naufragando en ese bar. Porque esa era mi verdad. Mi verdad era que yo era un lobo marino naufragando en Chile. A las cinco de la mañana de punto fijo en esa barra. Como receptáculo de las malas noticias. De los episodios nublados. De las malas noches. De los bajones de hambre incontinentes. De los rostros de rímel corrido. De las lenguas trapeadas. De la gente que se niega a volver a sus casas. Y en definitiva de la crema y nata del after. De lo más crudo de Santiago. De la noche que se alarga hasta la mañana siguiente. Repleta de monos que sólo saben decir que no. De un tipo, que por ejemplo le dice a otro tipo, que se agarraría a su mujer sólo para arruinarle la vida. Sólo para hacerlo infeliz, porque su mujer verdaderamente es un monstruo, pero igual se la agarraría, sólo para hacerlo infeliz. Y se lo dice sólo por eso. Sólo porque está afectado por el after. Por el vino rancio y el polvo blanco. Por la falta de vergüenza. Porque lo único cierto es, que en ese after, donde yo fui a parar, nadie tenía vergüenza.

Al menos ese sábado por la noche nadie la tenía. Sólo yo-por supuesto- que me veía como una reina entre tantos beodos, y la otra niña. La otra niña de los brazos gruesos y el tronco prominente. La otra niña de las caderas lo suficientemente grandes, como para haber cubierto la totalidad del mundo. La niña era un verdadero globo. Una niña- globo, que no se elevaba nunca. La niña-globo estaba estacionada allí. De punto fijo sin mirar a nadie. En la barra. Con su trasero ocupando casi el 100% del taburete. Tragándose él pisco como agua bendita. Con ahínco y fe. Sin sonreírle a nadie. Sólo permaneciendo allí. Eso, hasta que de pronto, rompió el silencio. Hasta que, inesperadamente, me dijo algo. Algo relacionado con la tirria que le sentía al Transantiago.

-Odio el Transantiago. Lo odio porque desde que existe, nadie me ha dejado de dar el asiento.-Me dijo.
-¿Y qué tiene de malo que te den el asiento?-Le pregunté. Y recién ahí, después de que acabó por terminarse su tercer corto de pisco, recién ahí, soltó su verdad.
-Y es que me lo dan por gorda. Sólo porque estoy gorda.
-¡Cómo!
– Sólo por eso, porque me dicen que sentada ocupo menos espacio que parada.-Me dijo.

Y luego se largó a reír. La niña-globo río y río hasta estallar. Hasta que le estallaron las venas entre tanto rostro. Su carcajada fue tan estridente que me sacó del hoyo. Era tan endiabladamente infinita como inalcanzable. Su carcajada- inexplicablemente-me transportó al pasado. A mi cumpleaños número ocho. Lo recuerdo como si fuera hoy. Me veo. Me veo allí sentada en mi trono. Con mi cola de caballo tirante, mi corona de papel cartulina, y mi vestido rojo de vuelos. La Teresita está justo sentada a mi lado. La Teresita es mi mejor amiga del mundo. La Teresita pesa el doble de lo que yo peso, y de lo que los demás niños presentes en mi cumpleaños, pesan. A la Teresita le dicen Flash-Gordon sólo porque es gorda y porque además anda como en las nubes.

A la Teresita todos la molestan por su gordura. Andan pendientes de lo que come. De hecho cada vez que en mi cumpleaños se echa cualquier cosa a la boca, todos la quedan mirando como inquisitivos. Fijan sus ojos en ella, y más de alguno le dice pesadeces tan difíciles de digerir como un vaso de petróleo al seco, que con “razón está así de gorda”, que “desbalijará la mesa en cualquier momento”, que “en cualquier momento se hundirá en su silla”, y puras cosas por el estilo. Así le dicen. Especialmente cuando intenta atacar la torta. Apenas la ven, de inmediato le gritan a mi mamá para que haga el amague de esconderla. Y mi mamá les sigue el juego. Mi madre, al igual que ellos, destila su veneno. La miro y no logro entenderla. No logro entender a esa mujer. Cómo puede existir esa mujer. Cómo puede tener cincuenta y tantos años y ser capaz de comportarse así. Capaz de cometer la felonía de burlarse de una gordita.

Porque de hecho ella se burla de la gordita. De una manera impúdicamente vergonzosa. Mi madre infla sus cachetes cada vez que la gordita pide más torta. O hace el amague de llevarse la torta a la cocina-con los cachetes nuevamente inflados-cada vez que la gordita trata de servirse un poco más. Y los niños se ríen de sus payasadas. De las payasadas de mi madre. Mi madre les provoca risa. Los pequeños diablillos engullen como animales. Los pequeños diablillos me hacen sentir extranjera. Tal como si estuviese sentada en la vereda del frente de mi cumpleaños. Porque si de mí dependiese ninguno de ellos estaría aquí.

A la Teresita es a la única que hubiese invitado. A mi amiga gordita. A mi ex compañera gordita que por alguna extraña razón, ahora recuerdo, gracias a esta chica divertida del bar. Porque lo único cierto es, que no existe nadie en el mundo que me interese tanto, como esta niña-globo del bar. Nadie, porque nadie, es capaz de mirar de esa forma tan certera, al Transantiago, como lo mira ella.

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