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Me dijeron “guatona”

Y si nunca me molestó ser rellenita, ¿por qué a los demás si?

Me dijeron “guatona”. Así, sin adornos ni perdones. Con toda la naturalidad del mundo, como si el sonido gelatinoso no resonara en la grasa. Fue en un carrete, justo cuando fundía la lengua entre Doritos. Hubiese seguido comiendo, pero la palabra caló tan hondo, que shock pudo más que el guacamole. En mi mente, vuelvo a la escena: Le corto el pelo (refiérase a la concubina que osó mencionar mi corpulencia), la tiro al suelo, le grito “MALDITA PELUQUERA”, mientras la dignidad me levanta y me devuelve el hambre. Pero no. Nerviosa y temblorosa como un flan, corrí al baño pa’ levantarme la polera. Cresta. Arjona decía: “Una mentira que te haga feliz, vale más que una verdad que te amargue la vida”. Y si hubiera podido pedirle al espejo que dijera que yo era la más flaca del reino, habría dejado hasta el chocolate por la farsa piadosa. Lástima que los cristales no aceptan sobornos… Puse el índice a la altura del ombligo. Apretaba y se hundía, soltaba y ¡paf! rebote. Chiclosa como queso y latiguda como masa, me senté a comer Ramitas por si la pena pasaba. Pero no pasó…

La verdad es que nunca me interesó verme gorda o no; mientras no rebotara por las esquinas, mis ochenta kilos parecían válidos (aunque ahora escribirlo parezca diferente y cada letra me haga sentir su peso). Me miraba en la ducha y nunca me pareció que fuera tanto. Al menos no tenía apariencia de globo y no reventaba cierres, ahí sí que me hubiese frustrado; pero al contrario, solo pensaba (a pesar de que suene cliché) que a veces las desigualdades eran un plus; y que si a otras les tocó ser absurdamente ineptas, a mí me había tocado ser inmensamente ancha. Eran equidades de la naturaleza, que aun poco justas y bastante arbitrarias, sonaban imparciales. Ser rechoncha nunca me impidió hacer nada. Ni carretear, ni pasarlo bien, ni reírme; entonces empecé a cachar que el problema no era tan mío, sino que de los que me rodeaban. ¿Por qué chucha cuesta tanto aceptar a un gordo feliz? “Es que no hay guatacas felices”, decía mi vieja. Puta ya, felices no; pero tranquilos sí.

Hace un tiempo entré a esa tienda española que tiene nombre de mujer, pero en vez de empezar con S, comienza con Z. Andaba en busca de un vestido; pero desde una rincón, un pantalón me guiñó. Había un mueble repleto de ellos. Lentejuelas, blancos con flores, leopardos luminosos y colores fluorescentes. Para todos los gustos y se supone, para todas las tallas. Desde 36 al 42, números para todos los portes. Busqué y busqué, y jamás encontré uno que pasara del 38. Llamé a una de dependientas y le pregunté por uno para mis medidas. Al escuchar el número 42, levantó las cejas y frunciendo los labios, me dijo: “Ay, pero… ¿hacemos nosotros pitillos 42? Es que, ¿por qué habrían 42?” A cada sílaba más aguda y a cada frase más zorra, la peliteñida estaba catalogando mi calce como “fuera del planeta”. Ni siquiera se molestó en preguntarme si necesitaba algo más. Le pidió a un tal Eduardo que consultara si es que fabricaban jeans “para gente más extensa”.

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¿Más extensa? ¿Más extensa que quién?, ¿qué el estándar de pasarela que ni un décimo de las chilenas posee? Pienso en cosas espantosas y recuerdo ese bodrio de programa llamado “Proyecto Miss Chile”, donde una pobre cabra se mataba llorando porque con sus 70 kilos y 1.80 de estatura, un diseñador de dudosa reputación le insinuó que estaba gorda. ¡De dónde, por favor! En volá’ mi vista está demasiado limitada o demasiado grasienta como pa’ ver el cebo de otras en sus guatas. Aunque hay algunas que tienen ojo de águila…

La amiga de una amiga, que no es tan amiga, llegó de colada a mi casa. No le tenía ni tanta ni poca confianza, pero ella se tomó todas las atribuciones al verme sentar sobre el sofá. Se fijó justo en el rollo que colgaba de mis caderas y me lanzó la frase más siniestra que una rellenita puede escuchar: “¿Y tú no pretendí ir al gimnasio?”. No, la verdad es que no estaba ni ahí con las maquinas ni con contestarle huevadas a una que ni siquiera es cercana, pero me remató con un “¡qué pena que no te preocupí de ti misma!”. Ese sí que era el colmo. ¿Cómo que no preocuparme de mi misma? Que me guste comer postre, no significa que no me ocupe ni me haga cargo. No por ser más gruesa te dejas de peinar o de bañar. Ser más corpulenta no implica andar cochina, desastrosa o parecida a Gloria Trevi. ¿Qué onda todo esto?

Una compañera dice que “una mujer elegante debe saber que el único rollo que tiene que bajar es el de su cabeza” y, por la cresta, que es cierto. Ha pasado harto tiempo desde mis ochenta kilos, ahora peso quince menos y la diferencia, para mí ha sido nula. Sí, obvio que hay detalles que cambian; tu cuerpo evoluciona, por ende hay cosas que no siguen igual. Pero si me preguntan si me siento mejor; no, me siento igual. Si es que me siento más liviana; no, camino igual, me acuesto igual, ando en micro igual, me paro igual. Entonces, “¿te sentís más linda?”. No; yo siempre me sentí bonita, el problema era que los demás no me dejaban sentirlo. “Pero si bajaste de peso, por algo será” . Sí, porque estaba harta de sentirme extraña en mi cuerpo; porque en este país parece inaudito ser gorda y sentirse normal.

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