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Muertos bien muertos Crónica a un carnicero

¿El colmo de un copuchento? Ir a meterse a un funeral absolutamente ajeno.

¿Bajo qué criterio aparece un finao’ en las noticias? ¿Tení’ que ser un fiambre conocido o un mutilado popular? O quizá, simplemente, se precisa de una muerte muy trágica o muy cómica, como esas que salen en el Infinito o el History Channel, donde Perico Los Palotes fue brutalmente asesinado por su televisor al caer un rayo sobre su antena. La mayoría de las muertes de este país no son faranduleras. Muchos de difuntos no tenían nada que ver con la política ni con el circo (que vendría siendo como lo mismo), sino que transitaron como simples pasajeros de ese real maravilloso imaginario llamado cotidiano.

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Como Nemesio, por ejemplo. Treinta y tres años, espalda ancha, cabello tupido; elocuencia y desplante. Es lo que dicen al menos, porque de Nemesio vivo, yo no vi ni la sombra; sin embargo, heme sentada junto a su féretro. Llegué acá por una de esas casualidades de la vida que se complementa con la naturaleza copuchenta y esa personalidad de sapa en potencia. No tenía nada que venir a hacer a esta Iglesia (excepto cometer un acto de vandalismo) pero la faramaña de performance evangélica fuera del templo, fue la mejor motivación para volver a entrar en la casa del Señor. Ingresé como si nada pasara, al grano; sin saludar a los deudos, sin detenerme ante los familiares. Rauda y cautelosa hasta llegar al vidrio y rozar a Nemesio (de quien me enteré el nombre gracias a un retrato reptilesco de su persona).

No es que haya visto demasiados cadáveres en mi vida. Solo los de vecinos antiguos y tías que no son tías, pero este muerto algo extraño tiene. Me mira y se ríe. No es como los demás finaos. Este no es azul, sino rojito. La reencarnación diligente de algún embutido. Sonríe. Tiene esa expresión parrillera en sus ojos. Una nariz que detecta un robalo a lo lejos y cejas que se arquean como media circunferencia de hamburguesa. Es un tipo de mejillas gozadoras, regordetas. De color longaniza, de textura barbacoa. Y unas margaritas que van a tono con los labios, de melón con vino, de matiz verano. Y no es casualidad que Nemesio parezca posta. Contador de profesión pero de alma carnicero. Llevaba diez años en el rubro, sacando sonrisas de paleta y osobuco.

Me siento a sus pies; rezo, divago, pienso en lo grotesco. En cortar carne y luego ser carroña; en dominar el cuchillo y ser acuchillado. En todo caso, Nemesio tenía nombre de charcutero (o de carnaza). Acabo de escuchar el procedimiento, la manera en que fue liquidado. Y es que no era que al exánime le gustaran solo las chuletas asadas, sino que también le hacía a las patas de chancho. Volvía a casa y se encontró con quien parecía ser filete, sin embargo el corte no era suyo, sino de otro matarife que llevaba tiempo haciéndole los puntos. ¿Resultado? Navajazo en el huachalomo, punta picana sobre costilla. Tres puntos buenos. De las mollejas rojas a las pulpas magras.

Sobre un ataúd, Nemesio carnicero observa, abandonando cada vez más su cuerpo, absorbiendo hasta el último gramo de tejido que respira sobre sus huesos. Comienza a hacerse tarde y el velorio ya no es tan concurrido. Desaparecen los niños, luego los ancianos, para después penar las ánimas y dejarme a mi sola a su lado. A ratos, siento que me mira. Que quiere hablarme, decir lo que piensa. Y yo intento entenderte, Nemesio; pero tu musculatura ya no es tan firme, estás desapareciendo. Me acurruco a su costado. Tratando de no parecer necroadicta o la polola del finao’. Solo descanso; leo las cartas, apago y aprendo velas, ordeno sus flores… ¡Cuánto silencio! Tanta tranquilidad me perturba, sin embargo ahí sigue Nemesio; pálido, impoluto. Alegre, con un esbozo de gesto que lo hace estar más vivaz que los vivos, pero con un rictus de serenidad que solo consiguen los muertos bien muertos.

Llevo tanto tiempo observándote que siento que ya te conozco. Los fiambres no imponen barreras y me has dejado entrar si prejuicios en tu descanso, en tu mirada, en tus cuencas de ancas de rana. ¿Qué esperabas de esto?, ¿de tu ultimo día, de los segundos finales, de cuando tu corazón aun latía? Busco tu respuesta, pero recuerdo que ya no hay nada que ahora importe. “Polvo eres y en polvo te convertirás” Supe que no te dejaran a los gusanos, sino que te quieren chamuscado, incinerado hasta la última visera. Nadie quiere que un buen pedazo de carne se pudra, pero sí que un atado de huesos se conserve; y no, esta vez no tiene nada que ver con las cazuelas.

No hay muerto malo, no al menos mientras se vela. Caras vemos, corazones no sabemos; pero sí hay algo que yo te puedo decir, Nemesio, es que todo el mundo es olvidable, y si ahora te quieren, mañana es probable que ya ni se acuerden. No obstante, en un acto simbólico perverso, quiero decirte que en estos minutos, te he querido tanto, que te voy a echar de menos. Yo te voy a extrañar, Nemesio. Creo – y espero – nunca haber entrado a tu tienda porque matar va contra mis principios, porque los animales son mis amigos y porque los cuchillos me asustan, tú me asustas; pero te aseguro que moriste querido, que estuviste en más fiestas de las que asististe, que fuiste la Navidad, la comunión, el año nuevo y la resurrección del pueblo; que tuyo es y será el reino de la carne. Heredero de la metrópolis del fiambre.

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