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Volver a Chile

Nuestra protagonista ya no quiere seguir evadiendo su destino. No te pierdas esta nueva entrega de “El Diario de Cassandra”.

Hoy me levanté temprano. Me serví un café y me puse a pensar que una es una, independiente del lugar donde este. Yo por ejemplo seré siempre Cassandra. Cassandra en Chile, Cassandra en Buenos Aires. O Cassandra perdida en algún rincón sórdido de Santiago. Yo y mi diario de vida. Escribiéndolo todo. Siempre aquí de punto fijo, apuntando la vista a no sé qué lugar errático de la ciudad. El otro día no más quedé absorta frente a un cortejo de hormigas. Me encontraba yo sentada en un escalón perdido del patio trasero de mi pensión, cuando de pronto, clavé los ojos en las hormigas. En el cortejo. Comencé a seguirles el ritmo a cada uno de esos diminutos insectos. Las muy malditas se desplazaban en hileras casi perfectas.

Definitivamente a nadie la cambia el lugar donde esté. Una siempre viaja con una misma. Una siempre se enfrenta al espejo con una misma. Los espejos no varían con las latitudes. Eso es seguro.

Se movían como si lo hubiesen tenido todo planificado. Perfectamente planificado. Como si hubiesen nacido sabiendo, lo que tenían que hacer con sus vidas. En algún punto de ésta, la hormiga reina, les debe haber comunicado que ese era su destino. Caminar en hileras perfectas sin salirse de su carril. De hecho a ninguna se le hubiese ocurrido, ni en sus más remotos sueños, desobedecer. Lucían tan disciplinadas que provocaban envidia. Parecían perfectas. Lucidas, seguras de sí mismas y completamente programadas. Pero atrapadas. Atrapadas en el maldito carril. Porque en efecto sólo a través de una guerra podrían haberse escapado. Pero la pregunta era, si acaso era tan terrible quedarse. Yo pienso que no. Yo pienso que a cada cual le toca lo que le toca. A las hormigas les toca el cortejo, y a mí por ejemplo, me tocó nacer como esta niña de rodillas huesudas, que se llama Cassandra.

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Extrañamente logré llegar a dicha conclusión después de mi estadía en Buenos Aires. Definitivamente a nadie la cambia el lugar donde esté. Una siempre viaja con una misma. Una siempre se enfrenta al espejo con una misma. Los espejos no varían con las latitudes. Eso es seguro. La Ciudad de la Furia en efecto, no me cambió ni un ápice. No soy ni mejor ni peor desde que estoy aquí. Soy la misma pokemona de siempre. De hecho hay un tipo raro en esta pensión, que me contó una historia referente a lo mismo.

El tipo raro me comentó, que el otro día no más, había ido al zoológico, y que por fin -después de haberle dado muchas vueltas al asunto- había logrado llegar a una gran conclusión: había descubierto la causa precisa por la cual el león, permanecía, la mayor parte del tiempo dormido. Según él era porque para el león, al igual que para un presidario, se le hacía simplemente imprescindible soñar. El presidario soñaba con que seguía en las calles mareándose con el brillo de los diamantes. Y el león también. El león necesitaba dormir porque necesitaba soñar con que aún estaba en la selva. Corriendo, cazando y haciendo lo que hacía su especie.

Era así de simple y no había más vuelta que darle. Evasión pura. Y en mi caso ocurría lo mismo. En mi caso yo podría haber tomado la decisión de instalarme en la Ciudad de la Furia, en Europa o en Tombuctú, pero al igual que el león, en mi cabeza, siempre terminaría en Chile. Chile era mi propia selva. Yo seguía anclada a ese país. Nunca había logrado moverme de ese país. Siempre me había quedado anclada en los malditos recuerdos que componían el mapa de mi biografía. De verdad creí que era capaz de olvidarlo. Pero no. Fui incapaz de incendiar mi casa, antes de subirme al avión. En especial los recuerdos de mi padre. Mi padre para mí es un Dios. Un Dios bajo, calvo y con espinillas. Espinillas que parecen lamparones. Pero Dios al fin.

Mi padre tiene mal aliento pero es un Dios. Los dioses también son capaces de tener mal aliento. Lo descubrí. Al menos mi padre es un Dios y tiene un aliento de dinosaurio. Se parece a un animal salvajemente carnívoro. Aún desde la Ciudad de la Furia soy capaz de olerlo. Soy capaz de verlo sentado conmigo, compartiendo una sesión de películas, en el sillón principal de ese living horrible que decoró mi madre. Mientras tanto mi madre no cesa de clamar como una chicharra. Su voz proviene desde el infiernillo mismo de su propia cocina. Sus quejas viajan hasta el epicentro mismo de ese living horrible. Se queja de nuestras duchas largas por el alza de la cuenta del gas. Y nosotros no sabemos qué diablos decirle. Nos gustaría plantearle un sopapo porque simplemente no sabemos qué diablos decirle. Jamás hemos sabido qué diablos decirle. De hecho, mi padre el Dios, siempre ha dicho que lo único que se puede hacer en estos casos, es esperar a que ella misma se canse de escuchar su propio lamento. El problema es que nunca ocurre. Mi madre es capaz de lamentarse por horas. Nunca hemos podido lograr que le haga un corto circuito su propio sonido.

De hecho mientras yo y mi padre seguimos viendo la película “Bota a mamá del tren”, no dejamos en ningún momento de escucharla. Mi padre -el Dios- siempre ha considerado que aquella película es la mejor película que se ha hecho en el mundo. Dice que es para “chuparse los dedos”. La verdad es que cada vez que a mi padre el Dios le gusta algo, dice que es para “chuparse los dedos”. De hecho hasta se sabe de memoria la bendita película. Se la aprendió escena por escena. Tanto las caras de pánico de Dany De Vito como las arcadas de su madre. Eso a pesar de que definitivamente su parte favorita no es ni con mucho la más chistosa. Más bien es la más nostálgica. La parte favorita de mi padre, el Dios, es cuando Dany De Vito comienza a acariciar la colección de monedas heredadas desde su propio padre. Esa parte simplemente lo sobrecoge. Se siente un poco huérfano al ver que Dany De vito tampoco tiene papá. De hecho cada vez que la ve, trata de evocar la imagen difusa, que él mismo logro labrarse de su propio progenitor.

Porque lo único cierto fue que mi padre jamás conoció a su padre. De hecho mi abuelo forma parte de la historia más negra de su familia. Mi abuelo murió cuando él ni siquiera había alcanzado a cumplir los tres. Al parecer murió enfrascado en su propia botella. Fue literal. Le encontraron una botella de whisky vacía bajo su cama. Y la causa de muerte aparente fue un ataque al corazón. Al parecer estaba tan tieso que casi ni lo podían mover desde su pieza. Hubo que llamar a más de cinco personas para trasladarlo. Y más encima, su hálito alcohólico lograba inundar toda la casa. De hecho quienes lo descubrieron, lograron llegar a la siguiente conclusión: que aún después de muerto una persona podía conservar su hálito alcohólico. Aunque según dijeron testigos, con un toquecito un poquito más agrio.

Pero pese a esa y otras historias macabras de mi abuelo, lo más notable del asunto, era cómo mi padre lograba hacerse su propia imagen de él. Mi padre, al igual que Dany De Vito, decidió idealizarlo. Al parecer a ambos les resultaba más cómodo. Casi glorioso. Y es que veces en la vida cuando alguien se lo propone, es capaz de programarse, casi tan ordenadamente, como un cortejo de hormigas. Lo único importante es evitar no salirse del cortejo. Casi tan deliberadamente como lo he hecho yo. Porque yo desde que estoy aquí en la Ciudad de la Furia, he logrado no salirme del cortejo. He logrado idealizar a mi padre. De tal manera que lo único que quiero es volver a verlo en el living de esa casa horrible. Volver a reconstruir la escena donde ambos estamos desparramados, emocionándonos con la expresión de desolación que pone Dany De Vito al ver la colección de monedas que le muestra su padre.

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