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El austriaco que tocaba el piano

No te pierdas la nueva aventura de Cassandra. ¡Hoy es la justiciera!

Hoy divisé la imagen más triste de este mundo. Un cuadro en el after hour donde trabajo, que ha sido definitivamente la imagen más triste de este mundo. El austriaco era esa imagen. Un hombre de mediana edad. Rubio como el pichi, de menos de sesenta kilos, de menos de un metro cincuentaicinco y de ojos tan deslavados y grises como cualquier día lluvioso. Como un verdadero día lluvioso. Lo vi y de inmediato pensé, que lo menos que podía hacer, era dedicarle este capítulo. Este maldito capítulo que estoy escribiendo en este diario. Pensé que no podía hacer menos por él.

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Todo comenzó. Digamos toda la historia con el austriaco comenzó, en el preciso momento, en que se atrevió a entrar al after hour donde trabajo. Venía con el mismo gesto de los burros de Valparaíso. Gesto taciturno y moral bajada. Arrastrando las piernas traseras, como un verdadero quiltro que está a punto de estirar la pata. Su imagen era esa imagen, la más vivida del inmigrante caído. Del inmigrante que salió del hoyo, cruzando el océano completo para meterse justamente en otro hoyo, en uno aún más profundo que el inicial. Esa es la única forma que encuentro ahora para describirlo. El austriaco venía ungido por un tipo de aura de ángel caído. Ángel caído con algo infernal. De ángel con sangre de diablo. Porque por un lado me hablaba con un acento típico de alemán de las montañas, pero por otro, no me despegaba ni por un segundo la vista de las pechugas. Me las miraba como si ellas hubiesen sido el único objeto visible perteneciente a este mundo, ¿Qué se habrá imaginado ese austriaco?- Pensé.

Y luego caí en la cuenta de que tal vez no lo hacía por la maldad, que tal vez sólo lo hacía para rememorar su pasado lactante. Pero más que nada, más que eso, más que cualquier otra cosa en el mundo, lo que más lo definía, lo que fundamentalmente lo definía al austriaco, era la improbabilidad de su comportamiento. Porque finalmente era tan profundamente improbable, que había llegado a cometer la improbabilidad de llegar hasta aquí. Hasta este after hour maldito, absolutamente perdido en el mapa, con el único propósito en el mundo, de comenzar a tocar música, que nadie ni remotamente le iba a reconocer. Música clásica que a todas luces les parecería un fastidio a los contertulios.

Porque el austriaco aseguraba que sólo servía para eso. Para tocar el piano. Tocaba el piano como los dioses, decía. Y como en nuestro after precisamente había uno, por esa misma razón, había llegado hasta aquí. Como una polilla atraída por una ampolleta. Había llegado hasta aquí con todo su ahínco e infinita modestia. Porque de hecho, inclusive antes de sentarse al piano, ya había advertido ya, que se conformaría con poco. Que no requeriría de grandes riquezas. Que sólo se conformaría con “bebestible a destajo” y propinas a voluntad. Desde su “peculiar” manera fue enfático en decirlo. En eso de aclarar, que no requeriría de grandes riquezas.

-Si me caen monedas yo quedar feliz como un cochinito. Pero si me caen billetes tanto mejor, yo saltar en un solo pie como irlandés que se ha quedado cojo. -Dijo.

Y yo sólo pude pensar en una cosa, en que el austriaco además de decadente, poseía una extraña cualidad en la vida. Una cualidad que lo diferenciaba de todos los demás. De todos los seres más extraños que yo había conocido en el mundo. El austriaco pertenecía a la categoría de los espectros. Lucía como el último sobreviviente de un pedazo de tierra remotamente desconocida. Venía de un imperio con las venas abiertas.

Su forma de ser, de moverse, y de hablar, eran tan inexistentes como inexplicables. Y quiero aclarar con esto, que no sólo me estoy refiriendo a su acento, sino también, a su punto de vista. Porque lo único cierto era que nadie normal, que nadie que hubiese sido normal, hubiese soltado una frase tal como “más contento que un cochinito”, aferrándose además, a la absurda idea de que un grupo de borrachos se iría a compadecer de él, lo suficiente, como para soltarle un par de monedas. Nadie normal hubiese pensado eso. Sólo el austriaco. El naufragó del after hour que terminó envuelto en una historia digna para contar. En una historia maldita y a la vez oscura.

Recuerdo la historia como si fuera hoy. El austriaco llegando al piano, rodeado por todo el escepticismo de los contertulios. El austriaco no entendiendo nada. No captando nada. Sentándose sin más con su reducido trasero-a duras penas, ocupando- un cuarto del taburete. Y todos los borrachos como cerdos gritándole:

-¡Toca, austriaco toca!

Eso fue lo primero. Lo segundo vino después. Más bien lo segundo fue su cara de culo. Puso una indescifrable cara de culo. Indescifrable porque nunca, en mi puta vida habría podido precisar realmente de qué se trataba su cara, si ésta surgía, como para expresar su formalismo frente al instrumento, o abiertamente su “culismo”. Eso para comenzar. Después puso sus dos manazas sobre el teclado y comenzó a darle con todo. Con tanta fuerza, con tal empeño, con tal ahínco, que hasta por un momento me aventuré a pensar, que el pobre hombre se partiría en dos. Tocaba a Franz Schubert. Digamos a alguien que él mismo caratuló como “Franz Schubert” porque a decir verdad, si él no lo hubiese presentado antes, si él no hubiese dicho quien era, yo no lo hubiese adivinado nunca. A Schubert no lo conocía ni en pelea de perros. Esa era mi única verdad.

La única verdad de Cassandra. De la niña de las rodillas huesudas y el cerebro de hormiga. De la niña que siempre había sido incapaz de mirar más allá de su propia sombra. Y ahora no era la excepción. Cassandra por siempre Cassandra. Cassandra enfrentada a Schubert. Pero no a cualquier Schubert, sino al mismísimo Schubert, interpretado por el personaje más peculiar de toda la noche. El único capaz de desangrar un teclado. ¿Porque después de todo de dónde diablos había salido este tipo?-Se preguntaba Cassandra, así como todo el resto de los contertulios. Los contertulios borrachos que seguían gritando.
-¡Toca, austriaco toca!

Y el austriaco seguía tocando. Eso mientras Cassandra, clavaba sus ojos en él. Absorta en una música que aún no podía definir del todo. No podía definir si le gustaba o la ponía nerviosa. Una música que la trasladaba a su infancia. A la niña agazapada, bajo las colchas color crema de lana de su mamá, viendo las películas más terroríficas que transmitían en la tele abierta después de las diez de la noche. Cassandra agazapada allí. Oculta. Temblando como una hoja seca de otoño. Imaginando fantasmas. Fantasmas de carne y hueso. Tan tangibles y reales como la vida. Como la vida que nunca se había imaginado vivir. Porque Schubert para Cassandra en el fondo era eso. O cualquier otro músico clásico para Cassandra siempre hubiese significado lo mismo. La cercanía con el terror. Con la sangre y las escenas fantasmagóricas.

Y ahora, las tenía al frente. Esas mismas escenas las tenía al frente. Reencarnadas en Schubert y también en el austriaco. El austriaco, que más que un tipo común, parecía el único sobreviviente de una civilización ya inexistente. Cassandra comenzó a tomarle cariño. Un cariño particular. Él mismo que se le tiene a un felino o a cualquier otro mamífero de este planeta. Así lo quería Cassandra. Como se le quiere a un mamífero. Como también hubiese querido, por ejemplo, a un hermano de su perro el Negro Vicente. Y por lo mismo que ahora reaccionaba así. De esa maldita manera. Tan violenta y descontrolada. Porque Cassandra llegó inclusive al extremo de abandonar su letargo habitual, y cometer el exabrupto de golpear a dos tipos, con el único propósito, de defender al personaje. De defender al austriaco.

Porque apenas Cassandra presenció cómo éste estaba siendo agredido por un par de borrachos, no la pensó ni dos veces para abalanzarse. A Cassandra, no le quedó otro remedio que lanzarles una botella de pisco. Más bien, específicamente, se paró de la barra, y fue a enterrarles con sus propias manos una botella de pisco. Pero eso no fue nada. Nada frente a lo que vino después. Después extrañamente se sintió feliz. Se sintió feliz ante el hecho de haber logrado justicia, de haberse convertido repentinamente en la única justiciera del bar. La única justiciera de un tipo tan extraño como el austriaco.

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