Actualidad

Qué hacer después de un “one night stand”

Despiertas una mañana con un desconocido a tu lado. ¿Quedarse o salir corriendo? He ahí el dilema.

Hoy, hace exactamente una semana, amanecí en la cama de un desconocido. Desperté sobre su espalda, con una camisa que no era la mía, mientras yacía abrazada a sus hombros y a su inmensa constelación de lunares que, de tanto detalle, parecían construidos por un papel tapiz. No recordaba mucho su cara, menos su nombre (si es que realmente me lo había dicho). Podría haberse llamado Felipe, tenía un cuello típico de las personas con F, o podría haber sido un Marco. Hay un pelo chuzo que posee la gente cuya inicial es la doceava del abecedario. Quizá debía esperar a que se levantara. O mejor, hurguetear entre sus cosas hasta encontrar un carné que me dijese que se llamaba Matías y que no tenía mis veintitantos, sino que cuarenta más una extensa cabellera tan alba como la de Saruman, el Blanco.

Como Shakira, intenté escabullirme sigilosa al pasar, casi imperceptible; pero la intriga fue mayor. Quería ver los ojos de quién había jugado con mi falda, tener la certeza de que no era un “Coyote Ugly” o la versión cuadragenaria de “Chuck, el muñeco diabólico”. Solo rogaba para que la curiosidad no matara al gato; ya no me quedan siete vidas y, probablemente, las tres que aun dan vueltas se las robará Candy Crush, por lo que no podía permitir que me viera. Salir corriendo era realmente la mejor idea, ¿pero quién tiene un manual para los one night stands? Así que esperé. Me arropé con lo que pude, entre sábanas monocromáticas y chales de abuela, mientras rezaba una decena de Padre Nuestros para que el galancete no tuviese un ojo menos o el labio morao’ o los dientes chuecos. O peor, ¿qué pasaría si fuese realmente mino?

¿Qué hace uno en estos casos?

Recomendados

Opción 1: Gatear hacia la puerta vestida a medias, mientras él ronca pensando que estai al lado.

Opción 2: Salir de forma digna, dejando el número de teléfono sobre la mesa.

Opción 3: Despertar al compadre en cuestión, agradecerle por la noche y salir huyendo avergonzada pensando por qué cresta le diste las gracias.

Opción 4: Hacerse la dormida (y la boluda); además de asumir que no serví pa’ estos eventos casuales ni pa’ performance acrobáticas de media hora porque pasa justo lo que está a punto de pasar… ¡Atención, el hombre se mueve! El sujeto bosteza cauteloso y gira la cabeza. Shuuu, cagué. Puta la hueá… me enamoré otra vez.

La verdad es que me acordaba poco y nada del día anterior, pero durmiendo parecía un buen cabro; un lobo vestido de cordero. Pensé que debería aguantarme y darme la oportunidad de conocerlo, total dicen que el amor no tiene edad; una pena sí que no sea la reencarnación de José José o coneja Playboy para creerlo de verdad. Además, ¿de qué le hablo cuando se despierte? De cómo, cuando yo ni nacía, él bailaba el twist de la baldosa; de cómo cuando yo entré a kinder, él salió de la universidad; de cómo cuando yo terminé el colegio, él ya tenía hijos y esposa (hipotéticos, me imagino). Sería como pololear con mi papá. Con alguien cuyos sábados son tan anímicos que la tele llega a colapsar de tanto repetir “Alienígenas Ancestrales”. Sería como tener un boytoy pero al revés, sería como salir con ET.

En todo caso, ¿y a ti quien diablos te ha hablado de pololeo y si ni siquiera se ha despertado? Ahí te quiero ver. Observé la pieza con devoción en busca de algún indicio de matrimonio, concubinato o separación incipiente. Nada. Solo muchos cuadros, una foto de sus padres y un estante milimétricamente ordenado. Quizá es ingeniero, arquitecto, profesor de matemáticas o un casado asesino violador de niñas que arrastran la bolsa del pan. O peor, homosexual encubierto. Me reí ante mis pensamientos con la naturalidad de una hiena esperando sonar bajito, pero la risotada rimbombante resonó en la almohada y como bello durmiente al tacto del beso, el príncipe se despertó: “Buenos días”; y un Matías fresco, sonriente y con unas arrugas que rozan el límite de la ternura me dio un topón. “¿Querí desayunar?” Entonces se paró de la cama, dejando al descubierto todos los recuerdos que el pisco de luca supo borrar. Disimulé el asombro, cubriendo con las manos el gesto de Cecilia Bolocco. ¡La hice, loco, la hice!, mientras resonaban las hormonas entre canciones de estadio.

Era un mino rico, un George Clooney latino. Un caballero a todas luces y me imagino, un potro en la cama; lástima que no me acuerde de nada. Pensé en decirle algo chulo como “refresquemos la memoria, papito”, mientras mordía una uña descalcificada, pero gracias a Dios aún tengo vergüenza y decoro, un poco guardado por ahí, pero recato al fin. Así que me senté como se han de sentar las ladies y esperé a que él tomara el primer paso, mientras meneaba un rulo despistada con cara de naturalidad y relajo.

A medida de que fue pasando el rato comencé a disfrutar de las ventajas y beneficios que acarrea amanecer con un loco de cuarenta: Se levantan a cocinar sin que se lo pidas, no tienen miedo a mirarte a los ojos después del episodio, te tratan con una suavidad bastante ad hoc a los hechos ocurridos, además ni siquiera arrugarse para piropearte. Lejos, muy lejos de lo que ocurre al levantarte con un guailón de veinte discotequero, que te invita a su casa, pero ¡sh sh, callaito!, que podí despertar a la vieja o al perro, que después se tapa entero muerto de miedo, que te despacha antes de darte ni medio vaso de agua y que probablemente “mañana” haga como que “si te he visto, no me acuerdo”.

Espere paciente. Me trajo un pan con queso y suspiré aliviada ante la certeza que no le había puesto mortadela (sino me la habría tenido que tragar). Así que mordisquee con un poco de fineza y bastante ferocidad para que no pensara que me estaba comportando anormal o que no tenía idea qué hacer; la desesperación jamás se tiene que notar. Se sentó al borde de la cama y lanzó la frase más radiante que en años he escuchado a alguien decir: “Te veí más linda cuando despertai; me gustas más sin maquillaje”. Quise reír ante el cliché de la simpleza pero me ahogué las palabras cuando me di cuenta que pa’ él eran cuestiones serias. “Enamórate de un gallo al que le guste verte despeinada”, decía la abuela; entonces todo empezó a parecer una buena idea mientras en mi cabeza sonaba Arjona tarareando “¿Que es lo que tengo que hacer, señora? Para ver si se enamora, de este diez años menor”.

Luego de varios tés y cafés contados con los dedos de la mano, logré relajarme; volver a la cama y abrazarlo un poco, echarle tallas despreocupadas haciendo como que nada importaba y que en volá’, alguna vez, si nos encontrábamos, bacán y buena onda; pensando que la historia quedaba hasta ahí; cuando no tenía idea que el cuento estaba recién comenzando…

Tags

Lo Último


Te recomendamos