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Bonita

Cassandra nos cuenta otro más de sus envolventes rollos mentales. ¿A quién no le ha pasado?

El olor que me lleva a la infancia es definitivamente él de los calzones rotos quemados de mi mamá. Ese olor salió de la cocina durante todos los inviernos que tengo recuerdos. Mi madre solía preparar ese tipo de fritangas para sortear el frío. Esa era su manera de decirnos que nos quería mucho. Extraña manera. El invierno nos congelaba los huesos. Y también los ovarios. Nunca nada comestible salió de su cocina. Sólo el olor a gas y sus pequeñas masas carbonizadas por fuera y crudas por dentro. Cocinaba muy mal mi mamá. Las masas carbonizadas-que pretendían ser calzones rotos-era lo que comúnmente me mandaba de colación.

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La cosa se agravó aún más, después de la vez, en que decidí disfrazarme de bruja. Esa vez me disfracé para la fiesta  del colegio, pero ese día no había que ir disfrazada, así que yo fui la única en ir disfrazada y todas se burlaron de mí.

Maldita mamá. Por su culpa todos se burlaban de mí. Me decían, la niña carbón. Y también me decían que no era bonita. Como si ellas, las bestias de mi colegio, hubiesen sabido distinguir entre lo bonito y lo feo. Ellas no me consideraban bonita. Nunca lo hicieron. Pero la cosa se agravó aún más, después de la vez, en que decidí disfrazarme de bruja. Esa vez me disfracé para la fiesta del colegio, pero ese día no había que ir disfrazada, así que yo fui la única en ir disfrazada y todas se burlaron de mí. La fiesta era al día siguiente. Y yo tuve que resistir con mi traje de bruja. Me enfrenté con una túnica negra y una nariz de zanahoria al escepticismo de todos.

Mi vida quedó dividida en un antes y un después de la bruja. A partir de ahí, quedé institucionalizada como la fea. Y eso que yo siempre creí, o al menos mi padre siempre creyó que era bonita. Y yo también siempre pensé que era la más bien parecida de la familia. Eso hasta el maldito incidente de ese disfraz. Pero hoy ya nada es como era. Hoy alguien extremadamente bonito me dijo que era bonita. Y eso para mí fue suficiente como para creérmela.

El tipo con él que me acosté la otra noche, me vio y me lo dijo. Todo sucedió de la forma más simple. Llegó al after hour -donde trabajo- y nos pusimos a hablar. Me conversó y me dijo que era bien parecida. Ahí partió todo. Creo que al tocarme el ego me encendió la chispa. Luego, como a las seis de la mañana, me invitó a su casa. Nunca antes había caído tan rápido. Tan rápido como caí en su cama. Con la misma rapidez con que una pulga cae en el lomo de un perro. Pero más allá de eso, me convenció de que era bonita. Eso fue lo importante.

-Tienes una belleza muy exótica, Cassandra.-Me dijo.

Y yo me quedé callada. Su siutiquería me hizo reír. Sonaba David Bowie de fondo. Tuvimos sexo a lo Bowie. De forma calmada y con la boca sellada. Hasta esa parte todo iba bien. Me gustaba la cara del chico. Me gustaba la forma que tenía de mirarme. Me gustaba que me mirara, con el mismo entusiasmo, que un niño pone en su pastel de cumpleaños. Me hizo superar varios recuerdos. Aunque el recuerdo de la bruja aún seguía latente. Aún la veía.

 Lo miro y sólo pienso que debo vestirme, irme de allí. Ya no lo encuentro bonito. Las malas noches le aprietan la cara, y yo sólo siento que debo salir.

Aún veía ese día.

Aún veo ese día.

Yo allí paralizada, en medio del colegio. Rodeada de un ejército de niñas que llevan uniforme. El pelo perfumado y las calcetas un poquito más abajo de las rodillas. Las niñas huelen a colonia inglesa y yo huelo a lo de siempre: a los calzones rotos carbonizados de mi mamá. Suelo arrastrar ese olor. El olor a incendio. Las niñas tienen los cachetes colorados. Y yo me veo gris como la muerte. Pienso en muchas cosas. Pienso en mis vecinos. Pienso en esas bestias ávidas de sangre. Lo sanguinarios y animalescos que son. Pienso que esos tres chicos están más cerca de ser mis enemigos que mis amigos. En realidad pienso que nadie en este mundo que esté dispuesto a comerse a su mascota podría ser mi amigo. Recuerdo lo que hacen. Recuerdo que suelen comerse a sus mascotas. Recuerdo que compran pollitos en las kermeses, los hacen crecer y luego los matan para después hacerlos cazuela. Me arrepiento de haberles conocido. Me arrepiento de haberles hecho caso.

Me arrepiento de haberlos escuchado. Porque fue gracias a ellos que me disfracé de bruja. Ellos me convencieron de que llegara hasta aquí. Porque si no hubiese sido por ellos, yo jamás me hubiese disfrazado de algo. Pero ahora todo ha cambiado. Ahora todo es diferente. Ahora sí me siento bonita. Este hombre extrañamente logra que me sienta bonita. Este hombre tiene un cuerpo bonito. Sus calugas parecen de otro planeta. Y se lo digo y él se alegra, tal como lo haría un réptil, a punto de comerse un ratón.

Eso, aunque de pronto, algo sorpresivo y desagradable sucede.

Se para de la cama y trae de vuelta una Coca-Cola batida. Es de dos litros. Se ve que está tibia y es del día anterior. Parece milkshake. No tiene ni una gota de gas.

-Es nuestro desayuno para pasar la caña.-Me dice.

Y yo sólo lo quedo mirando. Él comienza a tomársela. Luego vuelve a ofrecérmela. Me deja asombrada. El gollete se encuentra completamente babeado. Su belleza se desvanece en el acto. Nadie podría verse bien de esa forma. La Coca-Cola hace latente su noche. Lo miro y sólo pienso que debo vestirme, irme de allí. Ya no lo encuentro bonito. Las malas noches le aprietan la cara, y yo sólo siento que debo salir. Ya nunca más lo necesitaré para sentirme bonita. Ya nunca más necesitaré a nadie para sentirme bonita.

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