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Ojos de niña

Madres e hijas, la eterna dificultad de quererse y aceptarse o la infancia debajo de la mesa.

Cuando alguien dice “madre hay una sola” siempre otro contesta, medio en broma medio en serio, “¡menos mal!”.

Ahora hay muchas combinaciones posibles de familia y es estupendo que así sea. Lo que seguramente no cambiará nunca es la carga compleja y determinante que tiene la relación con los padres.

Lo que una madre o un padre vive con sus hijos es toda una madeja de emociones. Una historia marcada por instantes y tradiciones eternas que dan forma a un vínculo multicolor, tan lleno de nudos que muchas veces no hay vida que alcance para resolver.

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Si tú le preguntas a una mujer con más de un hijo, siempre te dirá que para ella, todos sus hijos son iguales. Primer sobresalto, porque no habrá hermano que, en el fondo, no tenga ganas de salir a rebatir esta afirmación tan “mítica”.

Yo tengo hermanos y, ni mi padre ni mi madre, nos han tratado a todos por igual, nunca. Mi familia, en sus rocambolescos desvíos, ha tenido para cada uno de sus vástagos acentos muy variopintos. De ahí que haya poco que comparar, pues cada uno tendrá su propia versión de la vida y obra de nuestros creadores.

Hace tiempo que ya no vivo en la casa de mi madre y puedo mirar desde cierta distancia cómo las cosas entre mujeres siempre resultan ser tan intensas, por eso las cumbres borrascosas del conflicto son más habituales entre madres e hijas que, por exigencias del guión, se tiñen de una emoción muy, muy profunda.

Porque el mundo está hecho así, a nuestra madre le exigimos mucho más que a nuestro padre. Ellos, pareciera que vienen predispuestos a fallar y nosotras estamos genéticamente preparadas para que cuando ocurra no nos desmoronemos.

No así con nuestra madre, de la que lo esperamos todo. Y no como quien espera ver pasar una estrella fugaz, sino con la mirada fija en ella, atentas a cada uno de sus movimientos.

En nuestro silencio de niñas no estamos dispuestas a pasar por alto ni el más mínimo descuido de su parte. Todo lo que nos hacen y dicen queda tatuado a fuego en nuestra mirada, en el corazón, en el alma;  y será a partir de cada marca que nos dejen sus palabras, actos u omisiones, que construiremos el cariño y ataremos con más o menos fuerza el lazo que nos una con la que nos parió.

Como la vida es tan inesperada y llena de convulsiones, hay ocasiones en que los niños quedan debajo de la mesa y miran desde ahí a sus madres hacer y deshacer intentando existir y armar lo que pueden con lo que hay. Y así, sin mala intención, se va llenando el pozo de los malos entendidos.

Con carencias, gritos seguidos de silencio, preguntas que nadie responde, platos rotos, portazos, secretos, besos al aire, olvidos, cansancio, ausencias… Flechas de rencor y abrazos de puro amor.

Superada la infancia y por eso de que el tiempo lo cura todo, vamos aceptando lo que nos tocó, somos capaces de acomodar los sentimientos y la madurez nos vuelve más comprensivas. Pero la infancia que tengamos, la firma nuestra madre y la factura será, sobre todo para ella, tanto si sale a pagar como a cobrar.

Los niños son angelitos, dicen las abuelas, y con las abuelas puede que sí, pero con las madres son unos angelitos muy cabrones.

Un niño no perdona, no olvida, no entiende de arrepentimientos y no quiere explicaciones, quiere siempre y a toda hora que su madre no le falle. Espera ser para ella lo más importante, por encima de cualquier otra cosa o persona, quiere estar incluso antes que el padre y cualquier otro amor.  Y todo lo demás, son cuentos de hadas que con tanta ilusión nos cuentan nuestras madres y abuelas.

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