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Caja registradora

Cuando realmente quiero algo, me acuerdo del episodio de la caja registradora, y entonces me animo para conseguirlo.

Tomó mucho trabajo llegar a un punto en la vida en donde puedo decir, con tembeleque certeza, que tengo justo lo que quiero y que estoy justo en el lugar en donde debo de estar. Digo mucho trabajo porque, pese a pertenecer al principado de Chinconcuac, me enseñaron que no se puede tener nada si no se le echan muchas ganas y se hacen auténticos méritos para obtenerlo.

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Es decir, me dieron todo al no darme todo. Supongo que esta política era una medida de prevención para que no me convirtiera en una niñata caprichosa, ni en un adulto cretino que cree que se merece las perlas de la virgen.

Este tipo de lecciones, en su momento, me parecieron terriblemente injustas y sólo podía pensar que mis papás eran unos terribles padres que sólo buscaban sembrar el terror y la desolación al no comprarme las cosas que quería. El episodio más memorable fue el de la chingada caja registradora de Fisher Price. Cuando era niña, no había profesión que me pareciera más loable que ser cajera de súper (yo pensaba en grande desde chiquita).

Obviamente, si ésa era mi vocación, necesitaba las herramientas necesarias para ejercer: una caja registradora de juguete que abría un cajoncito y venía con monedas de plástico, ¡una chingonería! Desde que la vi, se volvió el deseo más tórrido de mi infante corazón y, por supuesto, me dio por joder y joder hasta el hartazgo para que me la compraran.

Todos mis intentos fueron rechazados con maestría por mis papás y ni apelando a los derechos de los niños y a la realización de mi futuro como portentosa cajera de autoservicio de alcurnia pude convencerlos.

Un día intenté la jugada de la lástima y, con poca pericia y harta pintura Vinci, hice una “caja registradora” con una caja de cartón. Digo, si esa carta le funcionaba a Pepe el Toro, a mí no tenía por qué fallarme. Muy orgullosa y plan con maña por delante, fui a presumir mi creación y a poner cara de niña pobre porque tenía que hacer mis propios juguetes, ¡pobrecita niñita!

La respuesta me dejó poco más que pendeja: “¡Felicidades, ya tienes tu caja registradora!” Say what? ¿Cómo que ya tengo mi…? Pero… Es que… ¿Yo? Ese mismo día dejé de insistir. Nunca me la compraron, si se lo preguntan y, como dice la psicóloga, estoy a nadita de superarlo.

En ese momento aprendí algo importantísimo: tenemos lo que merecemos. No es que me mereciera el castigo de no tener lo que quería, pero tampoco había hecho nada para conseguirlo. Es decir, estaba en la medianía de la no acción.

Jamás me atrevería a decir que tengo algún tipo de superioridad moral y que trabajo durísimo, y que nunca hice más berrinches, y que ahora me merezco todo. Pero cuando quiero algo, realmente quiero algo, me acuerdo del episodio, de mi cajita de cartón pintada y entonces me animo para conseguirlo.

A veces me sale, a veces no. Sin embargo, siempre me queda la certeza de que lo mío es auténticamente mío y de que, quizá, mis terribles padres, no lo hicieron tan mal.


Para más fábulas, mentiras y monstruos en www.fabulasmentirasmonstruos.tumblr.com

Si quieres saber cómo hacer una caja registradora de cartón me encuentras en Twitter como @jimenalacandona

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