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Un gran amor de más de ocho horas diarias

A veces pienso que sólo se trata de un trabajo, que no debo de dejar todo mi corazón en él, pero yo no sé amar a medias.

Llámenme romántica, pero no concibo la idea de trabajar en algo que no me motive a comprobarle a la cama cada mañana que soy más fuerte que ella. En pocas palabras no concibo la idea de no amar lo que hago.

Llevo exactamente siete meses haciendo lo que más me gusta: libros. Reviso, leo, corrijo, traduzco, me regañan un poco, me desvelo y sigo revisando que nada vaya a salir mal para que tú, lector, finalmente tengas un gran libro en una mano y en la otra un delicioso café.

Antes de esto hice algo diferente que aprendí a amar y la sensación al final del día era de tranquilidad, de la certeza que proporciona la madurez. Ahora la sensación es distinta: hay una mezcla de adrenalina y de delirio, pero también de nunca ser suficiente, de siempre querer mejorar un poco más.

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A veces pienso que sólo se trata de un trabajo, que no debo de dejar todo mi corazón en él, pero yo no sé amar a medias. No sé ser ese tipo de persona desapegada que sólo trabaja sus ocho horas diarias, se va a casa y enciende la televisión.

No, soy esa mujer que no sólo planea qué se pondrá al día siguiente, también en cómo resolverá el libro que quedó pendiente. Sí, soy obsesiva y a mis veinticuatro años eso no parece ser alarmante, pero sé que poco a poco eso dejará estragos más allá de las arrugas en los ojos y de la vista cansada.

Sin embargo, como todo gran amor, a veces tenemos días extraordinarios y días fatales, en los que hay gritos y lágrimas. Dedicarle tanta pasión a tu trabajo tiene un límite y es la incertidumbre de un: ¿y si esto no dura para siempre? Pero después intento arreglarme el maquillaje y seguir con una sonrisa victoriosa.

Que nadie sepa que existen días en los que quisieras dedicarte un poco más de tiempo a ti, arreglarte las uñas, tomarte el café con calma, dormir a las ocho de la noche como cuando eras pequeña y, tal vez, sentarte a ver la ventana, dejar la mente en blanco y escuchar música sin que la vida corra a tus espaldas.

Más allá de las desazones propias del amor, también me duele un poco no encontrar el momento para llegar a casa y leer esos libros que tengo pendientes. Porque, irónicamente, cuando por fin me dedico a lo que más me gusta y el verbo que más conjugo es leer, cada vez leo menos de los libros que me quitan el aliento.

Aquellos que me ayudan a perderme un rato de este complicadísimo mundo en el que mis días aparentemente tienen menos de veinticuatro horas, y por más que intento ganar tiempo y levantarme tempranísimo para respirar un poco y disfrutar del amanecer, de pronto me encuentro a mí misma desesperada por terminar algo del trabajo.

Esta ridícula obsesión de amar mi trabajo o me volverá loca o me dejará agotadísima, pero infinitamente feliz, de eso no me queda ni la menor duda. También se vale tener el corazón roto de vez en vez.

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