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El matrimonio

Es una gran institución ¿pero quién quiere estar en una institución? (dijo T. Wolff).

Tengo una amiga que añora estar casada. Es una mujer que no ha vivido con una pareja ni un solo día y yo me pregunto: ¿Cómo es posible desear (y desearlo tanto además) algo que no tienes ni la más remota idea de lo que es?

Se habla mucho de amor, de la pareja ideal, del amor en febrero, en otoño y en Nueva York. Al final de los cuentos o se casan o el cuento es una porquería negra que no le gusta a nadie.

Es verdad que las cosas han cambiado mucho (en algunos lugares del mundo, en otros nada), pero se habla más bien poco del matrimonio más allá de la fiesta y el baile.

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Da la impresión de que por un lado hay toda una legión de mujeres deseando vivir el “día más importante de su vida” vestidas de blanco o azul o del color que sea, pero queriendo dar el gran paso. Y por otro, pareciera que hay un montón de resentidas, lesbianas, peludas o peladas, que odian a las hombres.

En el medio, las casadas de verdad, que luchamos día a día por mantener a flote una embarcación estratégicamente diseñada para hundirse en tiempo récord.

Yo sólo quiero decir que es como el embarazo, para donde mires es mucho más fácil encontrar listas interminables de sus bondades y ventajas casi mágicas, que descripciones un poco más precisas sobre hemorroides, flatulencias, estrías, flacidez, dolor, acidez, hinchazón  o incontinencia urinaria…

Pues con el matrimonio es lo mismo, pero peor aún.

Para empezar y sin entrar ni por asomo en la cuestión religiosa, el contrato está muy mal redactado, omite todo lo esencial y es muy ambiguo. Ve tú a saber qué quieren decir con eso de: “en las buenas y en las malas” (define “malas”) y es de vértigo eso de “para toda vida”.

Esto tendría que revisarse urgentemente. Yo no estoy en contra del matrimonio (ni de las drogas, ni del aborto, ni del tabaco, ni de la comida bio o los cruceros), cada uno que haga lo que quiera, esa es mi religión, pero habría que hablarles claro, sobre todo a las chicas, de qué hablamos cuando hablamos de matrimonio.

Para empezar el asunto tendría que ser un contrato renovable como mucho a cinco años, habría que especificar bien los metros cuadrados de convivencia, las vacaciones habría que incorporarlas y establecerlas para cada parte por separado.

Hay buenas razones por las que se debería –de una vez por todas– agregar el párrafo de las horas a compartir con la familia política. Y definitivamente se debería proceder a la firma de un nuevo y renombrado contrato en caso de hijos.

Y no estaría mal que, en la medida de lo posible, la condición de contar con dos baños fuera inamovible.

Bromas aparte, el estar casada o en pareja (whatever), es una cosa muy jodida y sería justo y necesario que junto con los parabienes a los novios se les contara un poco que el viaje tiene curvas.

Tiene partes muy enredadas, conflictos a lo ancho y largo, está salpicado de monotonía, una monstruosa rutina doméstica que no acaba nunca de repartirse bien; hay indiferencia y fugas del deseo y, aunque parezca raro, también soledad.

Es, muchos días, una prueba de resistencia que requiere montañas de tolerancia, paciencia, ganas y por descontado mucho cariño y admiración por esa otra persona que ocupa tu vida de maneras muy variopintas.

La vida es un círculo y por eso los anillos, pero rara vez la situación es redonda.

A su vez el origen de la vida en el mundo parece estar determinado por el azar y cómo no, también en el matrimonio es un poco así.

Yo, lo confieso, he tenido suerte.

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