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Las Barbies okupas

Somos lo que jugamos y el juego es tan libre como debemos ser

Ana llegó con seis años a España. Primero vivió en Salamanca y luego vino junto su mamá a Barcelona donde viven desde entonces. La madre de Ana es okupa lo que convierte a Ana en una niña okupa. Han vivido en varias casas, unas más bonitas que otras y han sobrevivido a algunos desalojos poco amables y lejanos al estado derecho.

Un día Ana fue a mi casa y le pregunté a qué acostumbraba a jugar.

A las barbies okupas”, me contestó tranquila.
¿Y cómo es eso?”, le pregunté conteniendo la carcajada.

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Me miró extrañada por el sinsentido de mi pregunta y más tarde alguien me contaría que en alguno de sus juegos, por ejemplo, habían fiestas okupas donde una barbie okupa le decía a otra barbie okupa:

“Oye amiga, hay un secreta (policía encubierto) infiltrado en la fiesta. ¡Corramos al bosque para que se pierda!”.

Recuerdo un cumpleaños de Ana. Lo celebró en Can Masdeu, una casa ocupada muy divertida de Barcelona ubicada en la Sierra de Collcerola. Para llegar hay que internarse por un camino de árboles y una quebrada. Es un edificio enorme que antaño fue un leprosario y que fue okupado por distinta gente con rollo medio hippy y hasta el día de hoy funcionan, a pesar de la arremetida oficial contra el movimiento OKUPA. Los de la casa habían invitado a los vecinos del sector, que la gran mayoría vive en edificios rodeado de cemento, a usar las huertas para plantar lo que quisieran y a usar el espacio que abrían para la gente. Recuerdo que los viejitos del barrio se paseaban por el espacio okupado y se sentaban a tomar el aire y mirar, bajo la sombra de algún árbol, la vida de aquella casa donde, por ejemplo, un chico asumía la maternidad de unos patos huérfanos, otros se bañaban en pelotas en una piscina medio verde de algas o daban clases de catalán o de reparación de bicicletas y algunos practicaban acrobacias.

A la fiesta de Ana no llegaron todos sus compañeros de curso como los había invitado. Aparecieron cerca de cuatro niños acompañados de sus padres y el espectáculo era una delicia. En Can Masdeu había malabaristas, payasos, magos, acróbatas, animadores y un circo infinito que se desplegó frente a los cuatro niños y sus acompañantes, que simplemente no lo podían creer que en Barcelona hubiese aún un lugar verde, lleno de vida y de alegría gratis.

Todos quedaron fascinados y creo que fue uno de esos cumpleaños inolvidables.

Como para mí fue el día del rescate de las barbies okupas. La madre de Ana se había unido a un circo itinerante un verano y la niña figuraba haciendo espectáculos por distintos puntos europeos rodeada de un circo de amigos. Fue una mañana en Barcelona cuando nos llegó el aviso que estaban desalojando su casa. Corrimos a rescatar lo que pudiéramos y nos encontramos con la huella de una retroexcavadora que había devastado el jardín de árboles frutales, dejando un cerro de tierra y limones frente a la entrada que ya mostraba cristales rotos.

Trepamos los escombros y entramos a la casa que estaba colapsada. Todos intentaban identificar papeles que se mezclaban con tierra, polvo, juguetes y desesperación. Había gente de otras casas okupas que venían a ayudar y a ofrecerles una solución a las chicas que se habían quedado sin casa sin previo aviso.

Las mujeres que ví en esa ocasión eran fuertes y aguerridas y actuaban como hembra en situación de crisis: buscando una solución práctica y organizándolo todo. La pena y la rabia en el ambiente era una extraña mezcla y preferí mantenerme al margen de una historia que sentí, no me pertenecía. Mal que mal, yo pago mi alquiler todos los meses y es muy difícil que despierte con un ladrillazo arrojado por la ventana como grito de guerra antes que avancen las máquinas.

Muchas mujeres okupas tienen algo muy admirable para mi provinciana y social existencia. No se depilan por ni un lado y su estilo, a pesar de ser bastante reconocible, no sigue ninguna pauta o convención aceptada. Esa libertad sumada a su posición de rebeldía en el vivir les da una mirada dura a primera vista. Mientras levantábamos escombros en busca de “papeles importantes” o algo así, no dejaba de pensar en Ana y su casa hecha mierda mientras recibía aplausos de niños agradecidos en alguna plaza croata. No sé qué habrán estado pensando las otras mujeres mientras rastreábamos en ese caos, amenazadas constantemente con un desalojo, repitiendo una escena que se intensifica cada vez más, derrotadas y aunando fuerzas para no desmoronarse junto con la casa. Me sentía incómoda por mis escasos y precarios privilegios y no sabía cómo caería mi pregunta en un ambiente de urgencia. Hasta que me atreví y tímidamente pregunté por las barbies okupas.

“¡Hostia, las barbies de la Ana!”, dijo una chica de cabeza medio rapada y un mechón de pelo que caía sobre la mitad de su casco.

Desconozco si alguna de estas chicas jugó alguna vez cuando niña con muñequitas gringas de cuerpo perfecto y vidas cuicas. Pero estoy segura que no diferimos mucho acerca de las barbies. Todas fuimos niñas y todas vivimos el cariño hacia nuestros juguetes favoritos. Además éstas no eran simples modelos en miniatura, eran barbies okupas. Así que juntas y en silencio nos pusimos a buscar al par de rubias y las dos morenas que a veces se pierden en el bosque para despistar al policía.

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