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Venta nocturna

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Siempre van a todas las ventas nocturnas. Miran en los diarios los avisos a página completa y se preparan durante toda la semana. A veces tienen que atravesar toda la ciudad para llegar al mall que abrirá, por esa vez, hasta medianoche.

Como todo el mundo, van por la ropa. Deambulan entre los colgadores, rozando los distintos géneros de las prendas que visten los maniquíes. A la Nilda le gusta esa pureza homogénea del color pálido de sus pieles; esa resignación mortecina en sus rostros; las distintas posiciones en que los colocan por toda la tienda: sentados, de pie y caminando hacia un instante congelado, llevando esas tenidas pensadas por otros. Ella dice que la ropa no cubre la desnudez, sino que la enmarca. Y que por eso la gente acumula tanta en los closets. Es una forma de renovar esa tensión de la tibieza y la suavidad que tremolan debajo de todas esas telas.

La ropa es un umbral que deja ver todo. Por eso mismo Nilda desdeña las transparencias; hay otros materiales que reinventan mejor su propio cuerpo: la lana, los jeans, las blusas ceñidas a la cintura pero con los botones abiertos, para permitir a los ojos abrirse paso por entre el sostén ligeramente más grande que, a juicio de Victor, es una ventanita entornada por la que puede contemplar sus pezones cada vez que se inclina o tuerce un poco el tronco.

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A ambos les encanta la ropa.

Se dan unas vueltas por entre los colgadores; hacen como que ven y eligen para comprar, pero ven y eligen sólo para ponerse algo y mirarse. Se van a los probadores y se las arreglan para entrar con más prendas de las permitidas. Fingen un poco: “¿cómo te quedó?”; “a ver, me voy a asomar para verte”. Cuando la mujer que vigila las cabinas se distrae, los dos entran en el mismo cubículo. Rodeados de las decenas de blusas, pantalones, chaquetas, poleras y hasta bufandas que han acumulado, comienzan el juego: se visten rápidamente, se contemplan un instante el uno al otro y luego, lentamente, van desmontando la tenida, desplazando cuellos de blusas para dejar al descubierto la estrellita tatuada en la clavícula de Nilda; acomodando los pitillos un poco por debajo de la cadera, acariciando la cicatriz de la apendicitis que parece otro accesorio rosado y traslúcido. Desabrochan botones delicadamente, se bajan cierres el uno al otro dibujándose los contornos muy despacio, considerando las costuras y trazándolas para configurar un nuevo mapa de caricias.

Nilda hace bailar sus delicados dedos a través de los botones de la chaqueta de Victor; luego roza el punto en que acaba el pantalón y empieza la cintura; explora. Uno al otro se remueve prenda tras prenda, tras las cuales se asoma una nueva Nilda, un nuevo Victor. Ella se acomoda en la butaquita del probador; acaricia los hombros de Victor a través de la polera. La quita. Él ya ha sacado el sostén y se ha detenido un instante a contemplar la forma de sus pechos bajo la luz dura y apurada proveniente de algún punto ambiguo en el techo. Luego, sólo levanta un poco la mini de jeans que enmarca todo eso que ella le guarda para cuando ya se han acabado las tenidas y hay que atravesar esa desnudez enmarcada en los avances de temporada.

Unos ligeros gemidos y un leve golpeteo distrae por unos segundos a las viejas tristonas que tratan de hacer entrar una talla 46 donde se desparrama una 48 y a las adolescentes que se contemplan, encerradas, simulando el deseo tapiado y nebuloso de ese tipo del 4º humanista que parece que quiere invitarla a la fiesta de graduación.

Los vecinos al cubículo de Victor y Nilda apenas se inmutan –aunque lo oyen claramente– cuando las respiraciones entrecortadas de ambos se van apagando en un murmullo indiscernible.

La gente recorre las tiendas; miran alternadamente prendas y etiquetas. Algunos ya cargan bolsas, satisfechos por haber hallado algo un poco más barato de lo normal. Nilda y Victor, con las manos vacías, escudriñan otras tiendas, vitrineando y deteniéndose en la ropa –no en las etiquetas– y, sobre todo, en los probadores más amplios y con espejos que ocupen toda la pared.

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