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Mi experiencia: Ser la hermana menor

No importa la edad que tenga, siempre seré la pequeña de la familia

Ser la hermana menor tiene sus ventajas y desventajas, como casi todo en la vida. No tengo hermanas así que solo puedo contar mi experiencia con tres hermanos que son mucho mayores que yo.

Después de muchos años, cuando mi mamá se había resignado a nunca confeccionar un vestidito para niña, nací yo y fue una gran sorpresa. En esa época todavía no existía el ultrasonido ni nada que le indicara a los padres el sexo del bebé por llegar más que las adivinanzas de las tías.

La alegría invadió a mi familia y se alucinaron haciendo compras de pánico pues lo único que tenían era ropita de niño y carritos de juguete. Bueno, todos se emocionaron menos el menor de mis hermanos. Por supuesto que era de esperarse: su reinado había acabado, y no podía competir contra mis lazitos rosas y cabello chino.

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Durante muchos años la rivalidad entre mi hermano y yo se vio marcada por los celos que teníamos: él quería volver a ser el centro de atención y yo quería pertenecer al trío de terribles que gozaban de la libertad de ensuciarse las manos y rasparse las rodillas mientras yo tenía que jugar con tacitas de té.

Eso sí, desde que tengo memoria mis hermanos han estado tras de mis pasos como si necesitaran protegerme y enseñarme el mundo a través de sus ojos. Y realmente se los agradezco. No me podían dar consejos sobre la mochila más bonita de Sanrio para llevar a la primaria y ciertamente no pude acudir a ellos cuando tuve mi primer periodo, pero me enseñaron cosas invaluables como checar el aceite del coche y cantar November Rain de Guns and Roses en lugar de Menudo.

Y claro, llegué a la adolescencia y como buenos protectores no tardaron en celar a todos y cada uno de los pretendientes que osaban llamar por teléfono a la casa o visitarme, pero nunca de una forma agresiva. Creo que realmente se preocupaban por quién se acercaba a mí, y si detectaban a alguien con dudosas intenciones me lo hacían saber con señales y mensajes a veces no tan crípticos.

Nunca olvidaré la tarde en que uno de mis hermanos me encontró llorando en la sala de mi casa (tenía 17 años así que, claro, lloraba porque me rompieron el corazón) y sin preguntar mucho me abrazó y me llevó a comer un helado con él. No hacía falta hablar de detalles, platicar con él me hacía recordar que habían buenos hombres en el mundo y algún día encontraría al indicado para mí.

Los tres partieron de casa antes que yo y fue muy difícil. Dos se casaron antes de lo que hubiese querido y otro se mudo a un estado bastante lejano al mío. El vacío que quedó en la casa era inmenso pero sobre todo los momentos que compartíamos juntos era lo que más falta me hacía.

Y luego lo entendí, la vida continúa y a pesar de que ahora todos somos adultos algunas cosas nunca cambian: yo siempre seré la niña, uno siempre será dormilón, el otro siempre preferirá cenar donas de chocolate y por último, el más cercano a mí, siempre será mi cómplice para sacarle canas verdes a mi mamá.

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