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El complejo mundo de las emociones

Época curiosa la navidad. Si bien debo confesar que soy de aquellos a los que este momento del año les parece bastante entretenido, debo también reconocer que nunca había sido contagiado del todo por el famoso “espíritu navideño”. Sin embargo, eso cambió este año.

Hace poco llegó a vivir a casa de mis padres la hija de unos amigos de ellos de los  EE.UU. Proveniente de una cultura diferente, ella se preocupó encarecidamente de que la navidad se sintiese “como tal”: Cocinó galletas, decoró, puso luces, incluso nos vimos todos a nivel familiar jugando a encontrar los regalos que ella había escondido por la casa.

Durante la cena, donde tradicionalmente todos hacen un pequeño brindis, mi hermano se preocupó particularmente de agradecer a la nueva inquilina el que, por primera vez, él sentía que estábamos viviendo una navidad como correspondía. Es decir, una navidad que se vivía y experimentaba “como debía ser”, donde había una emoción instalada que creaba una atmósfera nunca antes experimentada.

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Les cuento esta pequeña anécdota debido a que algo de ese brindis capturó fuertemente mi atención, y eso es el llamado y agradecimiento, la bienvenida que se le daba a nivel familiar al poder sentir una emoción no registrada previamente.

Las emociones, un tema complejo sin duda alguna.

Vivimos en una cultura profundamente emocional. Autoras como Eva Illouz han llenado páginas y páginas de tinta hablando de cómo la emoción se encuentra absolutamente diseminada en nuestra vida cotidiana. Atribuimos una emoción a todo lo que hacemos, y cuando sentimos que no es así, inmediatamente lamentamos su falta y añoramos su presencia. En muchos sentidos, hacemos y construimos una vida buscando “sentir”, buscando experimentar la emoción correcta.

El enamorarse y el terminar una relación son dos actos de la vida cotidiana que parecen perder absolutamente su sentido si los privamos de la emoción. Actualmente, nos vemos enfrentados con que el sentir se  transforma en un imperativo social, lo que lleva a toda clase de confusiones y malentendidos.

Una amiga me comentaba hace mucho tiempo que cuando tenía pena, se encerraba en su pieza y escuchaba la música más triste posible. Amplificaba la emoción, dejaba que esta la rodeara, se embriagaba de ella, y solamente así sentía que podía finalmente dejarla ir.

Lo anterior, que de por sí no tiene nada de malo, posee eso si un correlato que puede llegar a ser potencialmente complicado. Hay una diferencia entre la validación cultural del sentir –y todos los cambios que esto conlleva en el siglo XX, como por ejemplo ocurre con el caso de la configuración de los géneros, tal como lo mencionaba en la columna anterior  y el imperativo a sentir. Resulta complejo, pero común, el hablar con personas que sufren o se extrañan de no sufrir, por ejemplo, al acabar una relación. Hay una frontera muy fina que divide a la emoción como algo personal y subjetivo, y la emoción impuesta desde los productos culturales como el cine, la literatura y la música.

Tengo que sentir”, “tengo que vivir una vida que me conmocione” pueden pasar de ser formas de habitar el mundo a verdaderas condenas autoimpuestas, cadenas demasiado pesadas para poder llevarlas. La sanción al no-sentir puede llegar a ser tan fuerte que imposibilite el poder efectivamente dar espacio a lo que sentimos, a nuestras emociones.

El poder experienciar nuestras emociones es un privilegio propio de los últimos siglos. Por lo mismo, resulta importante mantener en mente que si bien la emoción resulta un elemento configurador de lo que somos, de la forma en que nos leemos y actuamos en lo social, no es algo que pueda imponerse al otro. No podemos obligar al otro a sentir lo que sentimos, o emocionarse como nosotros lo hacemos. Tampoco podemos obligarnos a sentir como el resto. Probablemente, la emoción sea actualmente uno de los espacios más públicos y más privados al mismo tiempo de nuestra sociedad, y dado su doble carácter, puede ser tremendamente confuso.

Para ilustrar lo anterior, quisiera mencionarles un pequeño ejemplo con el que probablemente todos estén relativamente familiarizados: Una amiga me comentaba sobre las dificultades que tenía cada vez que le gustaba alguien, particularmente cuando terminaba con ellos. “Cada vez que he terminado con alguna pareja me pasa algo extraño”, decía. “Lo normal es que no sienta nada, pero me da pena y rabia sentir que no me importaron y que a lo mejor nunca me he enamorado”. Es decir, sentir profundamente por no sentir lo que debería sentirse. Insisto, las emociones son bastante complejas.

 

 

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