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Relatos: Mara

La muerte empieza en las rodillas, ¿lo sabías?… Y desde entonces se desataron melodías

La muerte empieza en las rodillas, ¿lo sabías? – y bajó a morderle la muerte redonda como una gran manzana, oculta por los pantalones que como un murallón le cubrieron la desnudez, como un perro que teme a su propia historia de palos injustos. Pero la muerte comenzó antes de la primera vez que colisionaron como dos automovilistas distraídos.

Por Santiago no se puede andar como un provinciano, no se pueden coleccionar piedritas con forma de corazón y lanzarlas “haciendo patitos” desde la orilla porque, entre otras cosas, Santiago no tiene orillas.

Chocaron antes, porque él miró más allá de la selva enrojecida de su boca que colecciona lanzas, miró más allá de la empalizada que separa con perros y gansos la intimidad de su huerta del camino de acceso. Miró más allá, pero temió el beso y entonces Mara que carga con la violencia de las pandillas, la marginalidad de su emoción helada, su “atravesar la pasarela”, entonces Mara que llora gimiendo, no pudo con él y le vomitó las teclas de un piano entero para que se hiciera su partitura en otra parte, lejos de su entrega que oscila como las mareas y que dependen también de la luna.

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Ella le escribió los silencios, se hurgó en la ropa y le atacó con las melodías desafinadas de su acordeón con una persistencia que ponía de punta los pelos, que enchina la piel y la amorata como si una helada intempestiva te encontrara caminando a las cinco de la mañana.

Mara le prometió ahorcarlo bajo un puente, desnudo, fragilísimo como un espejo de azúcar y terminó interpretada en la misma partitura que desde el principio sonó como una promesa.

Cuando el hombre le retrató en la boca el anochecer, le sacó de los hombros sonidos de trueno, murmullos de bosque cordillerano, gritos de pájaros de la albufera, choque de colibríes en el aire, campanadas de iglesia pueblerina; le encontró en el sexo sonidos de huesos quebrados, largos silbidos de trenes de carga, temporales de viento y rabia, telas rajadas, crepitar de fogatas; le amasó en la boca panes crujientes y le convirtió los rugidos de leona en una cascada, en musgos, helechos, lluvia pequeñita y persistente… Doce notas que el pianista tocó de siete modos distintos, cuatro notas extraordinarias que en el pelo se le enredaron como relojitos, frotando el cuerpo del hombre nacen todos los semitonos de su tanagra sorprendida, negras y blancas como un ejército perverso, concubina de un sonido imperial que a traición le subió por la columna y le abrió la nuca en una nota de agua urgente: Mara, una sinfonía suelta a la orilla del mar…

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