Unas ganas de llorar como de matar palomas o todos los pájaros que tengan los ojos y las alas tenebrosas, disecar una madre de la culebra, recogida a la orilla del tren que se jubiló (o lo jubilaron porque en mi país -el cinturón latinoamericano con lenguaje subversivo- todos son hijos de la violencia o el destierro, torpes esquejes del exilio o de la grandeza carcomida de las maletas de madera).
Unas ganas de sacarme los botones de la blusa, de desabrochar el pantalón y romper los cierres, de quedar desnuda y tiritando, descalza, llorosa como la rubia de Kennedy que ya nadie podría recoger entre tanta autopista o como la animita del finaíto Raimundo y sus velas encendidas a la entrada de Chillán, y es necesario entonces detenerse un minuto y santiguarse, orar aunque la fe tenga la forma de un escarabajo negro, y llorar amargamente por las bolitas de vidrio perdidas en apuestas.
Unas ganas tan brutales de creer en el cielo y consolarse, de patear los libros del absurdo, de quedarse en el balcón viendo la luna, saborear pastillitas de anís y cantar un tango; torear el reloj, el tiempo, los desajustes estructurales de las décadas; deshilvanar la lluvia que me tatúa en los brazos el desamparo.
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Unas ganas de imaginar que todo es un viaje por Santiago, un vagón de Metro o una micro, que unos antes y otros luego, unos de pie y otros sentados mirando detrás del vidrio a los que nos quedamos en secreto escribiendo cartas, levantando la resistencia armada, poniendo a Heidegger en la punta de la flecha y lanzándola desde la esquina rota de la infancia. Un gran miedo que con el temporal esta greda se me vuelva fango, premonición, arpón, naipe o perro amarillo, improbable grifo o añañuca.
Nelson, buen viaje… aquí me quedo en el andén, agitando el pañuelo.