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El sorpresivo e inusual destape de la gordita

“¿Qué los motivará realmente a resucitar del ensueño que les provoca la noche? -me pregunto yo, mientras pienso que nunca terminaré de entenderlos”.

Hoy tengo mis dos ojos fijos en un vaso de cerveza. No puedo sacar la vista de mi vaso de cerveza. Mi diario se refleja a través del pálido fuego. El líquido tiene el color del pálido fuego. Escribir así me hace sentir relajada. Feliz. Confundida entre tanta burbuja. Mareada. En especial ahora que me encuentro en el hoyo. O en algo parecido a lo que podríamos definir como un hoyo. Sigo trabajando en el after hour que me recomendó el Pirigüin. El after hour es el hoyo y las horas aquí pasan despacio.

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Lentas como una tortuga. Tan lentas que inclusive me da el tiempo para ponerme a pensar en la vida. Reviso mi facebook, y me pongo a pensar en la vida. Sintonizo con algo. Con algo raro que publicó alguien, sobre otro libro raro, que alguna vez escribió un japonés. Alguien reprodujo ese “algo” que alguna vez escribió el japonés. Ese “algo” trata sobre la vida, y el real significado de los que se van. De los que morimos. Lo firma un tal Murakami. Nunca en mi vida había leído antes una palabra escrita por ese tal Murakami. Pero es tan bueno ese “algo”, que de inmediato, comienzo a reproducirlo en mi diario. El punto de partida es la imagen de un día lluvioso. Un campo bajo una débil llovizna de otoño. La lluvia comienza de forma calmada.

“Si llueve -escribe Murakami- las plantas florecen; si no llueve, se secan. Los insectos son devorados por las lagartijas; y las lagartijas por los pájaros. Pero, en definitiva, todos acaban muriendo. Y, después de muertos, se secan. En el fondo es así, cuando una generación muere, la sucede la siguiente. Es así. Hay muchas maneras de vivir. Hay muchas maneras de morir… Al final, sólo queda el desierto. El desierto es lo único que vive de verdad”, termina Murakami. Y sentencia con la palabra “verdad”.

La gordita comienza a caerme mejor. Me cae bien porque es desenfadada. Porque no le importa ser gordita, porque no le importa ni un carajo, que todo el mundo piense que se merece su cuerpo, sólo por el hecho de ponerse a comer comida china en un hoyo como este. A una hora como esta.

Así termina y yo no puedo evitar también pensar en mi propia “verdad”. En el ambiente que me rodea. En las botellas que me circundan. En la gente que me demanda. En las gentes que llegan hasta aquí, a resucitar de su propia ensoñación, ¿Qué los motivará realmente a resucitar del ensueño que les provoca la noche? -me pregunto yo, mientras pienso que nunca terminaré de entenderlos. Nunca terminaré de entender qué los forzará tanto a estirar su tiempo de sobrevivencia. A rebelarse frente al ciclo natural de la vida. Porque lo único cierto es, que este after hour va en contra de todo el ciclo natural de la vida. Porque uno normalmente debiera siempre emborracharse y morir, y no como lo hacen estos, que continuamente se emborrachan y continúan muriendo.

Pienso en eso, cuando de pronto alguien me corta mis pensamientos. De pronto la gordita del sábado recién pasado se sienta al frente de mí. Por segunda semana consecutiva se sienta al frente de mí. La gordita luce definitivamente más feliz que la semana anterior. Viene de rojo y el rojo la hace lucir descarada. No hay nada más refrescante que una gordita con pinta de descarada. Pienso. Son las tres de la madrugada y luce tan radiante como una estrella. Así se ve la gordita. Como una estrella extraviada al fondo del mar. Está tan feliz, que esta noche tiene ganas de hablarme. De hecho de pronto me dice algo que simplemente me descoloca. Algo con respecto al sexo que simplemente me saca de mí. “Sabías tú-me pregunta-que el sexo y el alcohol se parecen bastante.”

-No, en qué sentido se parecen-, le preguntó ingenua, (poniendo cara de niña que perdió el tren). Y en ese preciso momento comienza a mirarme. La gordita me clava sus dos ojillos negros de águila vieja como si se le fuera la vida. Se trae algo entre manos. Se nota que se trae algo entre manos. Está a punto de lanzarme una bomba. Prosigue.

-Se parecen porque en ambos casos. Digamos que tanto cuando uno está curada como cuando uno tira con alguien, uno deja de ser uno. ¿No encontrai tú?

-Puede ser-, le contesto. Pero en realidad, sólo le digo eso por decirle algo. Por decirle cualquier cosa. Porque en verdad, no puedo estar más en desacuerdo con ella. La verdad es que siempre he sido tan egocéntrica, que haga lo que haga, jamás dejaré de ser yo. Nunca dejaré de ser la misma: Cassandra. La niña que no avanza nunca más allá de su propia sombra. De su propio reflejo. La niña que no cree más allá que en sus propias rodillas huesudas y su confusión. La niña inmune al alcohol, a los hombres, al par de diablillos de sus hermanos, a los tentáculos de su madre, y a las jaquecas de sus innumerables jefes. Cassandra será por siempre Cassandra, pienso, hasta que de pronto la gordita, vuelve a interrumpir mis pensamientos. Otro más de sus actos desenfadados, me hacen volver a mi realidad. La gordita hace algo que me perturba. Saca un pote de comida china que me perturba.

Comienza a devorárselo entero sin importarle nada. Sin importarle que la comida china, ya fría, tenga olor a rata muerta. Sin importarle el hedor de la rata muerta. Sin importarle lo que todo el resto piense sobre el hedor de su comida. La gordita comienza a caerme mejor. Me cae bien porque es desenfadada. Porque no le importa ser gordita, porque no le importa ni un carajo, que todo el mundo piense que se merece su cuerpo, sólo por el hecho de ponerse a comer comida china en un hoyo como este. A una hora como esta.

La gordita piensa que más allá de los olores, la comida china será por siempre comida china. Terminará siempre en su mismo estómago. Pese a las miradas. Pese a las miradas y todas las sospechas. Así piensa la gordita. Dice que su comida, “está más rica que el pan con chancho”.

-¡Qué suerte no tener que compartirla!- Exclama, y luego se la termina.

Tan rápido como la empezó. Con un gesto libidinoso. En realidad vuelve a su gesto libidinoso. Como si fuera una gata. Con ese mismo gesto se levanta, dejando un halo de misterio. Un halo de misterio que se funde con el olor a rata muerta. De pronto me pide que la siga.

-Si te entran ganas de venir, ven porque tengo ganas de decirte algo-, me dice.

Y luego se desvanece. La gordita desaparece y Murakami re-aparece. Nuevamente estoy con Murakami. Facebook me lo trae. Son las cuatro de la madrugada y sigo con la vista pegada en mi teléfono. Me pongo a leer al japonés. Estoy obsesionada con lo que dice. Con la vista fija en mi celular. Los clientes comienzan a reclamarme. Me dan lo mismo los clientes. Que se sirvan solos los clientes. Pienso que la tecnología es buena porque uno puede leer a alguien que está tan loco como una. Quizás yo esté inclusive más loca que el nipón. El nipón continúa hablándome de la lluvia. Dice que los días lluviosos lo llevan a quedarse inmóvil. “Me quedo inmóvil, sin mover ningún sólo músculo mirando la lluvia. Al mirar la lluvia no pienso en nada… Siento que mi cuerpo se va soltando poco a poco y se va separando del mundo real. Quizás la lluvia tenga un poder hipnótico”. Escribe. Y yo inevitablemente pienso en los goterones del invierno en Santiago. En las veredas húmedas y la lluvia infinita. En mi Negro Vicente bajo la lluvia.

En mi Negro Vicente ladrándole furiosamente a la lluvia. Mojándose su pelo negro y puntiagudo. En eso pienso mientras la gordita no está. Mientras mata su tiempo en el baño, mientras pienso qué será de ella en el baño. Eso me pregunto, hasta que de pronto decido que después de todo, tal vez, no sea tan descabellado ir a verla. Llego al baño y me la encuentro feliz. Con un hombre y una botella de ron. Oculta tras una puerta completamente feliz. Apenas me ve trata de convidarme algo de ron. La gordita ya está fuera de sí. Me asegura que ya logró, comprobar su teoría de que el “sexo” y el “alcohol” la sacaban de sí.

-A veces cuando los combino, dejó de ser yo-, me dice, y yo vuelvo a pensar que ella es sencillamente fantástica.

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