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One night stand: Caras vemos, corazones no sabemos

Entérate del último encuentro sexual de la columnista Rosa del Pino, en el que tuvo que huir semi desnuda.

“Hueonas, ¡no tienen idea dónde estoy!”. Así me imagino que despertaron mis amigas dos miércoles atrás. Y no es que sea una sapa empedernida o que siempre me gane el cotilleo, pero algo tan supercalifragilisticoespialidoso vuela con alas propias a través de Whatsapp. Yo, veinteañera hormonal, esperaba pegada entre unas sábanas que no eran mis sábanas a un cuarentón que no era ni mi primo ni mi tío, ni mi viejo (¡gracias a Dios!), sino que una estrella fugaz en la que me había montado la noche anterior, para terminar viendo fuegos artificiales en una azotea o un balcón. O eso era lo que me imaginaba al menos. Nos habíamos conocido en un bar y habíamos acabado en lo que terminan todas las películas que comienzan con alcohol: sexo, caña y olvido. Pero yo había decidido desafiar a la gravedad y retar a Murphy, quedándome  a su lado la mañana después con el fin de conocer la cara del amante bandido; con la esperanza egocéntrica de que se pareciese un poquito más a Bosé que a Adrián. No hubiese soportado al de los dados negros, hubiese vuelto a tomar.

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Pero no. Matías, nombre bastante conservador para un hombre poco convencional, era un Adonis. Un hombre de un six pack esculpido por los dioses, con una canas que le daban un aire Daniel Craig cuando se deja la barba media blanca; un 007 que me rescataría del hambre matutino post gasto excesivo de calorías. El tipo no solo era (hipotéticamente) bueno dentro de las cuatro perillas, sino que también en la cocina y desde la cama podía imaginarme los más exquisitos manjares cociéndose en una olla al vapor. “¡Guapa, está listo!”, gritó desde el comedor mientras yo me sonrojaba por el cumplido. Pensaba en lo fantástico que era que un sujeto encontrase bonita a una mujer cuyo rímel alcanzaba lugares desconocidos, mientras sus ojeras ascendían a metro y medio de proporción, dibujándole ennegrecidos ojos de mapache.  Y daba lo mismo, yo me sentía Claudia Schiffer. Me cubrí con una camisa y llegué hasta una mesa donde un millón de crustáceos cascarudos nadaban entre una salsa que olía a ostiones, machas o definitivamente, choros. Conchasumadre.

Creo haber aprendido una gran lección. La próxima vez que conozca a alguien y este tenga cara de querer llevarme al Edén, me acercaré a su oído y le susurraré con la delicadez de un sauce: “Soy vegetariana – ana – ana…”; así, con harto eco pa’ que se grabe en su subconsciente. Tenía dos opciones: Comérmelo todo y visitar periódicamente el baño alegando explosión uterina o hacerme la histriónica enferma de la guatita; por poco sexies que sonaran ambas alternativas. Entonces comencé con mi circo. Pequeños sonidillos con cara de perro abandonado, apretones de espalda como vieja con lumbago y fruncimiento de cejas como abuelo enojado. “¿Pero qué pasa, bonita?, ¡no te gustó la comida!”, se acercó él, preocupado. “No, no… ¡para nada! Sí me encanta escuchar como las colas de inocentes camarones se quiebran entre mis molares. Es que creo que me bajaron las defensas…” (¡Que te bajaron las defensas!, ¿quién eres, tu bisabuela?). Entonces me tomó la mano y en un gesto muy Dalai Lama me besó la cara para sentir mi frente sudada.

“Aquí hay malas vibras”, dictaminó y solté una risita pensando que las únicas vibraciones que iba a sentir serían cuando, por fin, volviésemos a la cama. Pero no, el loco iba en serio. De repente desapareció y lo seguí hasta su pieza. Lo encontré hurgando entre cajones, cuyo olor se expandía por toda la casa. No sabía si estaba en una feria libre o si habían llegado los reyes magos, porque el olor a incienso y mirra podría haber llegado hasta Arica. No sabía muy bien lo que Matías tenía planeado, pero no tenía cara de algo bueno… o normal. Aunque nada podía ir tan mal hasta que lo vi saliendo del baño con un surtido de velas blancas bajo el brazo. Traté de buscar un interruptor para ver si no había pagado la cuenta, en un plan de encontrarle explicación razonable a los cirios imperiales a plena luz del día. Pero en vez de eso, me quedé estática. Muriendo de ganas de preguntarle qué cresta estaba haciendo; pero el hombre adivinó mis pensamientos y sin ningún tipo de vergüenza contestó: “soy mago”.

Sentí que me atoraba. La única vez que había visto “magia” había sido en un estelar de la hija de Don Francisco al que asistí para pedirle a Paolo Meneguzzi que se casara conmigo. Ahí un par de gemelos intentaban hacer desaparecer a una galla que nunca se esfumó porque olvidó esconder su cabeza atrás de un reloj. Por lo que poco creía en las ilusiones y menos en tonteras metafísicas. Lo vi extendido sobre su alfombra (una bastante parecida a la de Aladdino, pero bastante más picante que una persa), creando un círculo al que él llamaba “energético”. Decía que desde que yo había entrado a su casa se había dado cuenta de que había algo mal en mi y que vivía muerta de miedo. Acotó “no temas, no quiero hacerte daño; yo solo soy un ser de puro amor”. Ahí sí que entré en pánico; tanto así, que estuve a punto de hacerme pipí.

Me pidió que me sentara en el círculo y que abriera mi corazón. Me preguntó por la carta astral de mis viejos y con una vacilación propia de la resaca de tequila le conté con una sinceridad verborreica que era adoptada y que de herencias cósmicas yo nada sabía. Sublime. Le acababa de dar la mejor de las ideas: “Cuando te vi en el bar, intuí que había algo diferente en ti. ¿Sabías que eres mágica?”. La verdad es que, una vez, un hippie me dijo que yo era “poética” y un pololo tarado me dijo que tenía “belleza exótica”, pero nunca había tenido a un brujo que me catalogara de “mística”. Dudé ante sus palabras, por lo que él remató con el más espiritual de los discursos: “Sí, eres hija de la luna”. Ahí si que no pude contener la risa. En mi mente, Ana Torroja y los hermanos Cano canturreaban “luna, quieres ser madre y no encuentras querer que te haga mujer”. Lo miré perpleja y me explicó que así le decían a los hijos de Isis. Mayor fue mi carcajada, debido que a la única Isis que yo conozco es a la perra fogosa del vecino que incluso intentó tirarse a mi gata. Sonreí por última vez y le dije que me había cansado de tantas alucinaciones. Pero el hombre no estaba dispuesto a dejarme ir en lo absoluto.

Me senté por dos largas horas a escuchar su diatriba de papagayo, diciéndome que quería enseñarme la magia de la vida, a liberar mis poderes y que juntos, podríamos lograr hacer grandes cosas. El mago realmente creía que él era la salvación de la humanidad. Y que sí él era Bombón, yo era Bellota… pero nos faltaba otra chica superpoderosa. Sucedía que Matías tenía tanto amor para regalar, que no se conformaba con amar solo a una, ni a dos, ni a tres; por lo que me preguntó si tenía alguna amiga carente de afecto para unirla a “nuestro” círculo de protección. “Es que estamos destinados desde los astros”, dijo mientras me contaba cómo es que, desde que me miró a los ojos por primera vez, supo que nuestra relación iba a ser infinita, “como la de Zeus y Afrodita” (¿Y Zeus no estaba casado con Hera?).

Entonces me di cuenta que, si yo no hacía algo, jamás se iba a callar. Y que mientras más hablaba, menos ganas tenía de dejarme ir. Así que, inspirada de Christian Grey y Anastasia Steel, mi diosa interna tuvo una idea. Le propuse jugar un rato, y como me imaginé que el chamán caliente no se iba a poder resistir, le pedí que volviéramos a su cuarto. Le sugerí vendarnos. Corrí a la cocina por servilletas de género y en una performance felina panterezca le tape los ojos; justificando el espectáculo con experiencias sensoriales. Matías decía que podía adivinar cosas con la mente y que no necesitaba sus pupilas para realmente ver; así que decidí retarlo. Le pedí que se quedara en silencio mientras me desvestía y que luego contara hasta veinte para buscarme; mientras yo gracilmente y en puntillas, flotaba hacia la puerta, escapando a  medio vestir. Corrí como un rayo por las escaleras y desde abajo, le grité algo telenovelesco como “¡adiós, infeliz!”.

Ya han pasados muchos días y no lo he vuelto a ver; pero, como en Internet nada es tan anónimo, la magia me ha vuelto a encontrar. “Nos vemos pronto, preciosa”, tintinea un mensaje en mi aún no vaciada bandeja de entrada. Entonces, vuelvo a reír mientras me trenzo el pelo cual princesa Leia alrededor de las orejas. Parece que no me vendría tan mal la realeza galáctica. Me miro al espejo, sonrío. Creo que debería ver Star Wars más seguido.

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