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Una historia para ver cómo nos va a propósito del Día del Trabajo y cada uno de los “santos” días.

Mi abuela decía: “el cuento de nunca acabar” y yo la oía, pero no la entendía. Ni yo con cuatro años ni ninguno de los que estaban un poco más allá, siempre lejos de la cocina, ocupados en sus cosas.

Mientras la miraba desde abajo, intentaba descubrir a qué se refería con estas palabras misteriosas que también repetía mi otra abuela y luego mi madre. Pensaba que estaban tomando impulso para lanzarse en cualquier momento a contarme una historia fascinante, de esas con un final sorprendente, inesperado. O, tal vez, se tratase de un conjuro secreto que haría aparecer un dragón en el medio de la cocina.

En cambio, ponían la radio, y sin ningún truco de magia de por medio, hacían desaparecer montones y montones de platos y ollas sucias lavándolas una a una. Me daban un paño para ir secando los cubiertos de tanto que yo insistía en participar en este cuento de nunca acabar.

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Mientras las acompañaba en la cocina y las oía tararear  “Caminito” de Libertad Lamarque o “Reloj” de Lucho Gatica y más tarde a Camilo Sesto, me imaginaba que en cualquier momento pasaría algo extraordinario. Pero no pasó nunca nada.

Generaciones de mujeres han hecho magia amamantando a sus hijos, curándoles las rodillas raspadas con gotitas de yodo, peinando con agua y colonia los cabellos rebeldes de la mañana, planchando camisas en la misma mesa en que se hacían los deberes, cocinando cada día de la vida, cada plato navideño y todos los pasteles de cumpleaños, limpiando un baño siempre mojado, dedicando su vida a una labor sin fin. Muchas veces en pareja no bendecida por nadie o en santo matrimonio, en cualquier caso, demasiado solas en el quehacer del día a día.

La mujer ha sido históricamente devorada por la casa, por el cuidado de los hijos, del marido y del perrito también si lo hubiera. Y, hasta ahora, no se ha puesto ni precio ni rango justo a todo ese inmenso trabajo que parece venir grabado en el ADN de cada mujer.

Las cosas han cambiado, claro, eso no lo discute nadie. Para muchas de nosotras la vida es muy diferente de la que tenían nuestras abuelas y madres.

Estudiamos y trabajamos. Ahora se comparten los gastos porque ganamos nuestro propio dinero y cocinamos bastante menos gracias a los productos congelados y al delivery. Los viernes se pide pizza y los sábados se compra algo preparado o se va a un restaurante.

Sin duda las cosas han cambiado.

Ahora hay lavadores automáticas, lavavajillas, canguros que cobran por hora… ¿Pero viene esta “evolución” de una repartición justa de las tareas domésticas? Yo diría que no, que es más bien algo relacionado con el aumento de nuestro poder adquisitivo, avances tecnológicos y poco más.

“La ingeniería del plumero” como la llaman burlonamente algunos, sigue siendo, sobre todo, labor femenina. Lo mismo que la crianza de los hijos. Ya se puede ser artista, doctora, periodista, abogada penalista o una deportista de elite que no hay Dios que te libre de llevarte la mayor parte, o la parte más pesada, a la hora de meterte en la casa.

Muchas levantarán el dedo y dirán:¡Yo, no! Vale, pues me alegro que lo sientan así y ojalá vivan en la mayor de las equidades posibles, pero a día de hoy los problemas domésticos son la primera causa de divorcio. Por algo será…

El Día del Trabajo conmemora la lucha por la jornada laboral de ocho horas. La idea era trabajar ocho horas, dormir ocho y dedicar las otras ocho a la familia. No sé a ti, pero me huelo que a demasiadas mujeres la suma les sigue sin salir tan bien repartida.

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