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El mal del mediocre inteligente

Las manías más difíciles tienen que ver con los sentimientos. Enamorarse de hombres mediocres y a la vez inteligentes, por ejemplo. Es culpa del cine.

No puedo escribir sin escuchar post-rock. No puedo dormir sin la puerta abierta. No puedo masturbarme sin ver porno online. No puedo tantas cosas sin otras tantas cosas que me considero totalmente dependiente al exterior. Antes no era así. Cuando era niña, podía escribir hasta con tenedores en las paredes de mi casa, sin necesidad de ninguna melodía de fondo, cuando a los tres años me quedaba dormida en cualquier rincón sin importarme las puertas, y cuando cumplí los once comencé a tocarme a mí misma por instinto, con las luces apagadas, sin necesidad de ver ninguna imagen gráfica de un hombre penetrando a una mujer hasta que ella grita, gime y llora de placer fingido.

Es que conforme creces, lo que antes era divertido comienza a ser monótono y desquiciante si no le agregas uno que otro fetiche. El problema es que aun con esos fetiches, las situaciones o acciones vuelven a ser en algún punto, aburridas, y hay que volver a empezar, y aderezar la realidad una vez más con más accesorios, costumbres y manías extrañas para muchos, pero que para otros se vuelven una señal de seguridad, de casa.

A mis 28 años y medio, soy una oda a todas las manías del mundo. No puedo despertar sin una taza de café ni salir a la calle sin perfume. No puedo viajar si no llevo conmigo unos audífonos y un libro. No puedo trabajar si no tengo siempre una botella de agua a mi lado (potomanía, que le llaman), entre otras rutinitas tontas que realizo a diario sin darme cuenta.

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Pero las manías más dolorosas son las relacionadas con los sentimientos. Como el hecho de descubrir que antes, de muy joven, me enamoraba de los atletas, de los populares, de los hombres divertidos y sanos, seguros de sí mismos. Eso me era suficiente, pero hace un par de días, al reflexionar respecto de mi extenso historial amoroso, me percaté de algo: ahora no puedo enamorarme más que de hombres mediocres y al mismo tiempo, inteligentes. Y los he buscado durante varios años, sin detectar ese patrón hasta ahora.

Pero, ¿de dónde viene esa fijación tan extraña? La primera respuesta: del cine. Mis memorias más lejanas van acompañadas de una videocasetera que aprendí a usar a los tres años, y mi primer amor platónico fue Dick Van Dyke en Mary Poppins. Su personaje: un hombre muy creativo, no tan guapo, pero siempre ágil para manejar las situaciones. ¿De qué trabajaba? ¡De lo que pudiera! Limpiador de chimeneas, pintor en la calle, organillero…

Y él fue tan sólo el inicio de mi lista interminable de hombres que en la pantalla grande representaban a “perdedores”: Peter Sellers en The Party, Bill Murray en Groundhog Day, Jim Carrey en The Mask, Ben Stiller en There’s Something About Mary, Nicolas Cage en Leaving Las Vegas, entre miles (sí, miles) de protagonistas con un humor particular, no necesariamente guapos, pero que siempre consiguen el amor de una mujer. Y mi prototipo no se limita a cintas comerciales, sino también a los filmes de arte, dirigidos por grandes como Woody Allen, Emir Kusturika, Woody Allen, Danny Boyle, Darren Aronofsky, y otros tantos más que han metido en mi cabeza que vale la pena amar a un perdedor inteligente.

Así, tras analizar mi fetiche por la mediocridad, me aislé un rato del sexo opuesto y tuve una revelación aún más dolorosa: el problema no son los directores de películas, sino yo: yo, la que he batallado por años con una infinidad de complejos e inseguridades; yo, la que se siente incapaz de ser amada por tener unos cuantos kilos de más o por un granito inesperado en la frente; yo, la que busca la aprobación constante del exterior y tiene miedo de ser pisada por alguien “superior”; yo, la obsesionada con jugar a ser una especie de rescatista y salvar a alguien más de la desgracia cuando en realidad, la que tiene que ser rescatada soy yo.

Y ahora, tras descubrir todo esto, lo que viene es empezar desde cero, creer que merezco algo mucho mejor que alguien que no puede consigo mismo pero que es lo suficientemente inteligente como para manipular a una mujer insegura, trabajar conmigo de tal forma que esté lista para cuando llegue ese alguien mejor, y aprender a detectar a posibles nuevos mediocres antes de entregarles mi corazón tan rápido como cargar gasolina.

Para, escribo esto sin escuchar post-rock, ayer dormí con la puerta cerrada y me masturbé sin usar nada más que la imaginación para inspirarme. Porque a veces, para grandes cambios, se requieren pequeños y sutiles movimientos que nos ayuden a recuperar el amor por lo simple de la vida.

 

 

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