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Las buenas prácticas

Recomendaciones para una vida saludable y feliz… y sus efectos secundarios.

Sentada en el borde de la silla por una lumbalgia que me llenaba los ojos de lágrimas, escuchaba a la doctora indicarme cómo tomar una serie de medicamentos mientras los apuntaba en clave sobre la receta de papel. En un tono a medio camino entre el consejo y la reprimenda remarcaba lo que  debía y no debía hacer durante los siguientes días. Me dio la impresión de que uno se fastidia la espalda por tonta.

Y mientras ella hablaba hilando una lista de cosas imposibles de hacer para los seres humanos de a pie, iba yo buscando en mi cabeza la versión “realista” de cada uno de sus mandatos.

No levante peso, descanse mucho, baños largos de agua caliente, no se ponga nerviosa, no use el computador, en cuanto pueda vaya a nadar. Y por ahora, intente relajarse dando paseos con zapatillas… por Central Park le faltó decir.

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Es como cuando el peluquero te dice que tienes que dejar de maltratar tu pelo, que hay que ponerse mascarilla, cremas, aceites, cepillarlo y remata: déjalo secar al aire. Y yo me pregunto ¿a cuántas mujeres de más de 30 años habrá visto este hombre ducharse y salir a la calle a que el viento les seque el pelo antes de entrar en la oficina?

Tan lejos de la realidad están los consejos, las noticias, las recomendaciones para estar sano y ser feliz…

Una de mis favoritas es cuando la gente (incluido el pediatra) te dice: no dejes que el niño te manipule con el llanto, mantén la tranquilidad. ¿En serio? Cuando se ha estado varios meses casi sin dormir (y muchas más cosas), lo cierto es que con tal de que el niño se calle un rato le darías hasta un cigarro si eso lo calmara. Y otro para ti, claro.

Nos aconsejan los que saben que comamos sano, verduras y frutas, ojalá recién cogidas del huerto y preparadas al vapor… Y yo me pregunto ¿seré yo? ¿o todas estas prácticas están hechas para gente que aún vive con su madre en una hermosa casa con verdes prados?

Quiero decir que todo resulta tan, tan alejado de mis posibilidades que me joroba, porque me hace pensar que hago todo mal y que directamente soy una desgraciadita.

Entonces, intento tantear si soy yo que estoy superada por la vida, o hay más gente a la que le pasa lo mismo.

En el trabajo, las compañeras no sueltan prenda (y yo tampoco): la competencia es feroz y no estamos para ir dando muestras de humanidad; en las redes sociales todo son fotos de comidas, playas y niños que ríen a carcajada limpia.

Pero a veces logras dar con una amiga, que tal vez medio desquiciada por su situación, admite que no se acuerda de cuándo fue la última vez que se metió en la bañera con una copa, que hace rato cambió la cera depilatoria por la maquinilla desechable, que en su casa, como en la mía, se comen más espaguetis que en la mismísima Italia y que los niños nos hacen llorar tanto como amar.

Bajo la lluvia de buenas prácticas dictadas por estrellas de cine, cantantes reconvertidas (¡hola Madonna!) y nutricionistas millonarios, se vuelve necesario hablar con otras personas dispuestas a no venderse todo el rato como “modelos de mujer”.

Más que algas milagrosas, aguas con semillas exóticas o yoga bikram, resulta muy reconfortante saber que la vida real está hecha por mujeres que viven un pelín al margen de lo saludable o por encima de la prescripción médica…

Personas como uno, que comen verduras congeladas, beben, usan mucho el microondas –y que yendo en contra de lo recomendado para tener una piel tersa– luchan por ver una película entera o leer un rato antes de caer vencidas por el sueño sin haberse quitado ni el maquillaje.

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