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Del “no me tienes” al precipicio

Nunca creí que fuera necesario tener cuidado con esos galanes que le saltan a una encima, en las redes sociales o a través de ventanas de chat.

Enamorarse es perder. Como dice mi colega Jimena Martínez, es criptonita, es decirles adiós a nuestros superpoderes, quedar en la palma de la mano del otro y a veces sin probar bocado.

Cada forma de enamoramiento tiene sus peculiaridades. La más peligrosa de todas, sin duda involucra sexo. Es posible enamorarse de la inteligencia, de los gestos anacrónicos o retorcidos como la caballerosidad. Sin embargo, el verdadero peligro comienza cuando los orgasmos, a veces reales, a veces proyectados, entran en la ecuación.

Nunca es sólo sexo, los acostones significan más allá del coito y, por si fuera poco, el amor se magnifica en la cama.

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Y una que presume de volátil, de poco involucrada, etcétera, miren cómo me les voy como agua entre las manos, etcétera, sean testigos de mi escapismo emocional, etcétera. Ahora me ves, bombón, ahora no me ves.

Nunca creí que fuera necesario tener cuidado con esos galanes que le saltan a una encima, en las redes sociales o a través de ventanas de chat: bla bla bla hasta el infinito, qué linda estás, se me para con lo que dices, un piropo que involucre a Dios y otro que hable de tus nalgas, una cita de este libro elegido azarosamente, una cita del poeta que te gusta tanto, Caridad, una cita contigo, mi reina.

Después de que el hombre me pidiera un encuentro y yo me negara dos o tres veces seguidas, de pronto dije quiero verte.

“Mi manual de estilo para el sexo casual es falible pero no perderé mi tiempo reparando en ello”, pensé. Y asistí a la cita, y el hombre, que meses después se había convertido en mi fuck buddy (cero compromisos, cero lapsos de espera, cero proyecciones a futuro), resultó ser un amante certero y, lo que fue más temerario todavía, un amigo incondicional.

Usaba las palabras con cuidado, en la cama y fuera de ella; era galante, ponía atención en los detalles y, a la menor provocación, hacía demostraciones de su buena memoria, siempre y cuando el asunto tuviera que ver conmigo.

Aunque no quería enamorarme, lo hice, básicamente porque él ya se había mostrado lo bastante enamorado como para que yo creyera que dar mi brazo a torcer no tenía nada que ver con lanzarme al precipicio.

Fue hábil. Fue exigente. Me hizo aceptar pequeños convenios (insignificantes en apariencia) a cambio de su verga y de su amor. Aunque recurrí mil veces a mi mejor naipe, que era el escapismo, terminé en sus manos.

“No me tienes”, le decía mientras él me hacía lo suyo, y me miraba con una sonrisa que se columpiaba entre el disimulo y el triunfo, ya se imaginarán ustedes por qué.

Y eso es todo, discúlpenme ustedes que tan seguido me ponga tan cursi, tan ramplona. Esta historia no tiene un desenlace que pueda ni quiera enunciar. Sólo vine a contarla para que nadie me diga que una no se enamora del sexo.

Qué tiempos aquellos en que el hombre no me tenía sino en la cama. Ese apostador profesional. Devúelvanme mis caramelos. Los quiero hoy. Mañana, entre las sábanas, quién sabe.

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