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El delicado y difícil arte de decir ¡NO!

No es fácil decirlo y no es fácil escucharlo. Pero cuando nuestros labios pronuncian este monosílabo, ocurre una especie de liberación, una catarsis. Sin duda, aprender a decir que “No” es una obra de arte y dura toda una vida en aprender a pronunciarlo.

Creo que he pasado toda mi vida complaciendo y ayudando los demás. Cuando alguien me pedía un favor con rostro de “gato con botas”, sencillamente no podía negarme, accedía a la petición y la realizaba con agrado. Me producía cierta realización personal hacer feliz a otra persona y a su vez, me gustaba que me dieran las “gracias” por el favor concedido.

Al principio, fueron cosas sútiles, pequeñas. Desde ayudar a hacer la tarea de alguien hasta hacerle la prueba de punta a cabo a alguien que estaba al borde de repetir de curso.

Pero en el proceso sufría y era una angustia horrible. Sentía que estaba haciendo algo malo y los nervios me comían por dentro por el sólo hecho de pensar que me iban a atrapar y nos castigarían a las dos.

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Y lo peor no acababa. Apenas me lo agradecían, el “casi repitente” se sacaba mejor nota que yo y el costo personal fue un principio de colon irritable y las uñas carcomidas.

Con la adolescencia y la adultez, los favores seguían sumándose. Lo típico era hacer un trabajo tedioso en la universidad con la única condición de colocar el honorable nombre del compañero que brillaba por estorbar y no hacer nada. Y yo, para “evitar conflictos innecesarios”, me perdí de fiestas, juntas de amigos y otros panoramas, con el único fin de terminar el famoso informe en la más absoluta soledad.

Y después vino el novio, el que te decía que había invitado a sus amigos a una fiesta en tu casa, sin previo aviso y él esperaba un “Sí” categórico, porque, obvio, era una solicitud que no podías rechazar. Eras su novia por meses y no existían las negativas en su cómoda existencia.

Mi boca dijo: “Sí, obvio. Tus amigos son mis amigos” acompañada de una gran sonrisa. Pero por dentro, mi mente decía: ¿Qué se cree éste de planear fiestas sin decirme antes? ¿Acaso cree que estamos casados? ¿Van a venir sus amigos, los mismos que me caen pésimo y hablan de mí a mi espalda? ¿Acaso voy a tener que limpiar yo el desorden y “éste” no va a hacer nada?

Pero mi respuesta fue nuevamente un “sí” y me autogeneraba argumentos del tipo “Es una buena oportunidad para conocer mejor a sus amigos”, “si sus opiniones no son tan arribistas” o “estoy muy estresada, así que la fiesta me va a hacer bien”.

Pero la realidad llegó a mí y mis argumentos fueron derribados estrepitosamente. Sus amigos, los mismos que te caen mal, estaban instalados en mi casa conversando de lo fabulosa que es su vida ganando mucho dinero en sus trabajos, del nuevo auto modelo 2018 que habían adquirido, su próximo viaje a un país exótico all inclusive, mientras me aburría como ostra en acuario viendo al novio opinar como si fuera un erudito en finanzas y todo tema que tocara esta tierra.

Y, al final de la velada, tuve que limpiar la casa porque el organizador de eventos se había quedado dormido.

¿Cómo dos letras podían arruinar mi vida? ¿Cómo pude permitir hacerme esto? Más allá de querer hacer feliz a alguien, de facilitarle la vida a alguien que lo necesita, de no hacerme más problemas por temas insignificantes o sólo actuar para que no me criticaran, había algo más importante que estaba siendo vulnerada: mi autoestima.

Si decir que “sí” era para evitar conflictos, ¿por qué lo estaba pasando tan mal? Fue ahí cuando aprendí a decir que “no” y fue casi como un terremoto y tsunami simultáneo a mi vida y a la de los demás.

Sólo dije “no”, a mi ahora ex novio, para sentir que había una liberación de endorfinas al 1000% y empecé a encontrarme, a quererme y a valorarme. Sólo dos letras eran la llave maestra para empezar a vivir con más liviandad y a asumir que no se puede arreglar el mundo con un “sí”.

Lo mejor fue ver la reacción de mi novio, con cara de caerle un rayo y pensando: ¿Qué cosa le hice? ¿Pero por qué no? ¡Voy a seguirte toda mi vida! ¡Te vas a arrepentir! Al final no me arrepentí, fue la mejor decisión que he tomado y, lo más importante e impresionante, fue entender que tardé toda una vida en aprender a decir que “no” cuando estaba en desacuerdo con algo, no quería hacerlo o simplemente “no me daba la gana”.

¡NO! Y la gente se espanta como si los dinosaurios hubieran vuelto a la tierra a devorarlos. Creo que es lo que más me encanta de esta palabra, ver las caras de las personas, esperando una explicación del porqué “no”, cuando no existe una ley u obligación para justificar la respuesta como si fuera un examen.

Y lo peor, es que se enojan, se indignan, te eliminan de Facebook, te bloquean y, en el peor de los casos, no te hablan más. Pero por dentro estás tranquila, sabes cuáles son tus límites y conoces lo que te hace bien y lo que te hace mal.

También sabes cuáles son las personas que valen la pena, tus verdaderas amistades, por lo que uno o una menos en tu “lista negra” es casi una bendición del cielo.

A propósito de la nueva película de Nicolás López Sin Filtro, también las mujeres y hombres debemos empezar a practicar otras palabras o frases liberadoras como “No tengo ganas”, “No quiero porque no”, “No quiero ir porque me caen pésimo tus amigos” “Soy hombre, no soy gay, pero no me gusta el football”, “Detesto besarte cuando estás con olor a cigarro”, “Eres y serás siempre un cobarde”, entre otras frases para el bronce y que son un alivio decirlas.

Todas son bienvenidas cuando éstas reflejan nuestra manera de pensar y nuestra sensación en el momento. Pero ojo, siempre con respeto.

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