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Simplemente una locura

Javier Ramos se va de shopping navideño.

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Y bueno, aunque como ustedes bien saben no me entusiasman nada las fiestas de fin de año, igual me tocó comprar un par de regalos. A mis padres, mi abuela (de casi cien años), la secretaria de mi oficina y el conserje de mi edificio. Porque afortunadamente, los regalos para mi hija Sofía –unos libros que me pidió y una bicicleta nueva- ya los compré hace un buen rato.

Con este panorama en frente, decidí partir ayer a eso de las siete de la tarde a un supermercado -de esos bien grandes y que venden además de alimentos ropa y hasta neumáticos- para intentar comprar todo en un mismo lugar. Para hacer todo menos tumultuoso, me conseguí el auto con una amiga y partí al barrio alto, a Vitacura, a un supermercado que me aseguraron estaría –al menos- no tan lleno como el resto. Y claro, es verdad, no había tanta gente; pero para llegar al lugar sufrí bastante. Los tacos eran infernales y, entre rotondas y puentes nuevos, a uno le queda claro que la vialidad de Santiago la están haciendo cada vez peor.

Una vez en el supermercado, me hice de un carro y comencé con la misión. Lo primero fue buscar una pata de jamón crudo para mis padres. Afortunadamente, la oferta estaba bien desplegada, puse en el carro una buena pata –con cajita y todo- en tiempo récord. Luego vino el turno de mi abuela. Como comprenderán, encontrar un regalo para una señora que está por cumplir cien años no es nada fácil. Pensé primero en algún vino blanco, que tanto le gusta, pero recordé que anda con problemas de presión y que ya no toma nada (ni su tradicional copita del aperitivo en domingo). Pensé también en unos chocolates belgas, pero seguro no serán buenos para su diabetes. Con tantas dudas en la cabeza, empecé a dar vueltas por el supermercado hasta que llegué al pasillo de las pantuflas y creí haber encontrado el regalo perfecto. Sin embargo, se me ocurrió llamar a mi madre para pedirle su opinión y me dijo lo que me temía: “Todo el mundo le regala pantuflas, mejor cómprale otra cosa porque para cada Navidad se le juntan muchos pares”. Así las cosas, no me quedó otra que comprarle una botella de colonia Barzelatto que, según mi madre, tanto le gusta.

Luego me tocó elegir el regalo para la secretaria de mi oficina. Afortunadamente, hace poco me comentó lo mucho que le gustaba el té. Por lo mismo, le compré una linda caja metálica con un buen surtido de variedades de Twinings, que de seguro le encantará. O al menos, eso espero. Ahora bien, elegir un regalo para el conserje de mi edificio sí que me costó. Como es nuevo, apenas le conozco. Por lo mismo, la cosa no fue fácil. Al final, opté por un pack de calcetines, gorrito y polera. Me habría encantado haberle regalado una buena botella de vino o algún destilado, pero en una de esas resulta que el hombre es alcohólico rehabilitado o algo por el estilo, y termino metiendo las patas hasta el fondo con el regalo.

De esta manera, al cabo de un par de horas (y muchas vueltas por la inmensidad del supermercado) completé mi lista de regalos. Y claro, siendo casi las nueve de la noche, ni les cuento cómo estaban las cajas al momento de pagar. Ahí me mandé como media hora de espera y luego un taco de aquellos para volver a mi departamento, ya pasadas las diez de la noche. Todo mal. Y eso que en estricto rigor sólo compré cuatro regalos. ¡Menos mal que esto ya se acaba!

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