Actualidad

Emma y George

S.t Mathinson llega a Belelú para envolvernos en sus cuentos de amor y desamor… Conoce a sus musas y enamórate.

Emma sentada en la banca del parque solía leer con atención Ulises de James Joyce. George por ese entonces, trataba de instaurar una nueva corriente poética en su país.

PUBLICIDAD

George aún no sufría las constantes jaquecas que trae consigo la trepidante ceguera, después de pasar por el velo de la edad. La vida lo devolvería al origen más profundo y metafísico del ser.

Sentado en su gran biblioteca, escribía con minúscula las abreviaturas de su poesía. La cual no concebía musa, su inspiración era la gran capital de su país, los barrios donde vivió, donde caminó con sus piernas débiles esas solitarias mañanas de marzo.

A Emma le gustaba leer más que escribir. Si bien, por algún tiempo en su cabecita loca rondó la idea de un cuento fantástico, el argumento inverosímil de un espejo que traspasara el tiempo y el espacio, le era inadecuado e imposible de detallar según lo delicadas de sus emociones.

George por la tardes salía. Mirando su reloj de bolsillo se encaminaba con puntualidad inglesa al café “Vancouver”.

Abriendo su libro de notas, pedía un capuccino y observaba con abstraída mirada los espejos de la cafetería. “Las costumbres heredadas nos son cómplices al momento de comportarnos…”.

Esa primera línea que George escribía fue interrumpida por la llegada de Emma, parecía perdida, bella y confundida en el umbral de la cafetería, asombrada por los fabulosos marcos de los espejos.

George se sonrojó y siguió con la tarea de estructurar un texto pero le fue imposible, había un fulgor que lo interrumpía, encandilaba su creatividad, se sentía abordado por la presencia de Emma.

La señorita, deslumbrada por el lugar, comenzó a recorrerlo sin advertir a nadie.  Sus pasos coincidían con el palpitar del corazón del escritor.  Emma se trasladaba con entusiasmo por el lugar, vivía su fantasía. Una de sus interminables fantasías. Sus pasos tomaron el ritmo de la danza de un vals que ella bailaba sola.

Taciturno con la perplejidad, inmóvil, George la miraba. Estaba encantado por la figura de Emma, más la imagen se repetía una y mil veces en los espejos. Por un instante creyó sentir que su reloj de solapa se volvía loco, y todo pasó a ser ellos dos: el continente, el mundo, el espacio.

Emma a ojos cerrados bailaba por el lugar, flotaba entre las mesas, a punta de pies rozaba los taburetes y giraba con expresión soñadora.

En uno de sus interminables giros trastabilló y calló en la silla frente a la mesa de George. Él la ayudó a reponerse, el contacto de sus manos no les fue ajeno. George admiraba, Emma miraba. Él se sonrojó nuevamente y dejó a puertas abiertas el baúl de sus tesoros y todos sus pensamientos. Ella asintió y se presentó:

-Hola, mi nombre es Emma-.

Él caballerosamente la miró y dijo:

-Hola, mi nombre es Jorge Luis Borges-.

Tags

Lo Último