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Salí con mi jefe

No te pierdas una nueva entrega de esta intensa historia. Cassandra hoy pasa por una incómoda situación. Está entre la espada y la pared.

Mientras más lo pienso con mayor fuerza creo, que lo mejor que me pudo haber pasado en la vida es haber iniciado este diario. Creo que todo el mundo debería iniciar uno. De esa forma se desahogarían más y cometerían muchos menos errores de los que ya cometen. Creo que la gente comete muchos más errores de los necesarios. Siempre he pensado lo mismo. A veces inclusive en Buenos Aires. A veces inclusive en esta ciudad, que se supone que debería ser la ciudad de la furia, y que se supone que debería tener mucho más cordura que todo Santiago, igual, continúan cometiendo las mismas insensateces de todos los putos lugares del mundo. Yo los miro no más.

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Los miro desde la roñosa pensión donde me encuentro metida. Allí ya descubrí una pequeña ventana que me sirve como una puerta de entrada hacia el mundo. Como un orificio para espiar a todos. Absolutamente a todos los insensatos e inadaptados que pululan por allí. La pensión queda ubicada exactamente en el corazón de la calle Lavalle, y créanme que allí sobran los desadaptados. Hay uno por ejemplo que se llama Angelito, y que lo único que hace es bailar reggaeton. Imagínenselo. Instala una radio tremenda-al más puro estilo break dance- en pleno paseo peatonal, y después comienza a contonearse como si de verdad se le fuese la vida, como si de verdad lo hubiese poseído un demonio. De hecho aquí todo el mundo piensa que de verdad cae en una especie de trance satánico. Yo definitivamente nunca había visto a nadie bailar reggaetón de esa manera.

No sé cómo diablos pudo haberse atrevido a invitarme a salir- prácticamente obligándome a decirle que sí- por miedo a perder mi trabajo.

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Angelito es tan intenso que trasciende todos los cánones de la locura convencional. Es tan intenso que es inclusive capaz de tirarse encima de alguien para “perrear”. Ataca a la gente de improviso, (así como si fuese un vampiro o algún otro tipo de ave de rapiña) y después sencillamente los obliga a bailar con él. No le importa si son hombres, mujeres o niños, lo único que le importa es tener a alguien al frente con quien contonearse. Y lo más increíble de todo es que nadie tiene ni la más puta idea de por qué lo hace. No busca ni plata, ni reconocimiento ni nada, sólo busca el “perreo”. Al parecer emprendió una cruzada por el “perreo”. Yo por mi parte sólo agradezco a Dios, que aún no me haya “abducido”.

Que a pesar de estar a sólo un par de centímetros de él, aún no me haya convertido en su víctima. Y es que sería francamente terrible convertirme en su víctima. Como también fue francamente terrible haber tenido que vivir lo que finalmente tuve que vivir con mi jefe. Realmente no sé qué diablos se le pudo haber pasado por su cabeza. No sé cómo diablos pudo haberse atrevido a invitarme a salir- prácticamente obligándome a decirle que sí- por miedo a perder mi trabajo.

Él muy insensato me obligó, y después me llevó al peor tugurio de la ciudad. A un verdadero antro con toda la clase existente de fauna terrestre. A un lugar maloliente donde todo el mundo sonreía alienada, así igualito como en la heladería “Sonríe”. Insólito. Pero más insólito aún fue, ser testigo de todas las reacciones bizarras que manifestó aquel día mi jefe. Se mostró realmente de cuerpo entero. Increíblemente tuve que escucharle todas sus burradas sin poder reclamarle nada. Fui inclusive capaz de ponerle cara de “linda”. Y eso que yo nunca antes había puesto cara de “linda”. Pero el tipo estaba cargado. Verdaderamente obsesionado conmigo. Al nivel que inclusive comenzó con una extraña fijación con mis orejas. Sobre todo con mis orejas.

-Voz Cassandra tenés unas orejas puntiagudas, bárbaras nena-, me dijo y yo sólo lo quede mirando. Lo miré acuciosamente (por largo rato) sin poder entender, qué diablos pretendía decirme. Hasta que de pronto comenzó con una nueva perorata aún más bizarra que esa.

Comenzó a hablarme de las mujeres. De las mujeres malas que le habían tocado. De las mujeres malas que lo habían perjudicado mucho. De las mujeres malas, que al pobrecito, lo habían abandonado como una inservible cáscara de sandía. Basureado y arrojado al suelo. Solo como un perro chocho sin amigos. Mujeres malas que lo habían convertido en su propia víctima. Me decía como si a mí me importara algo. Como si a mí de verdad me interesara un poco. Llorón odioso. Mi jefe sólo sabía llorar. Y yo simplemente odiaba a los llorones. Mi jefe sólo sabía abrir la boca para soltar quejumbres. Para quejarse de las mujeres. De mujeres como yo, cuyo único pecado había sido no fijarse en su personalidad terrible.

-Sabés, Cassandra, tú podrías aprender a fijarte mejor en los hombres. En mí por ejemplo tenés un gran semental, Cassandra pero no te fijás, por qué no lo ves, Cassandra. Yo te convendría Cassandra. Conmigo serías feliz–, me dijo galante después de haber compartido más de dos horas conmigo.

Y a mí sólo me dieron arcadas y ganas de salir corriendo. Pero no lo hice. Pensé que sencillamente no debía seguir esa clase de impulsos. Nunca salgo corriendo cuando tengo ganas de salir corriendo. Nunca lo hago. Sólo me paralizo. Me paralizo como una polilla pegada en una ampolleta. Así me paralizo yo. Así me paralicé con mi jefe. Me puse a escucharlo, y mientras más lo escuchaba, más me ponía a pensar en todos los hombres que eran como él, que yo había conocido.

Pensé que había muchísimos más mártires de los necesarios. Muchísimos más de los que yo pudiese aguantar. Como ese niño que vivió una vez en mi barrio. Como ese niño que creía en la existencia de vida en otros planetas. Y que siempre, pero siempre me decía que yo era una “mala” persona. Que yo era una malévola con sus sentimientos. ¿Pero qué significaba realmente eso? Me preguntaba yo, y luego nunca obtenía respuesta. Jamás había respuesta.

-Tú me quieres para mal, Cassandra-, me decía y luego entornaba los ojos como pensativo.

Como tratando de hacerse la víctima. Como tratando de hacerme sentir culpable por todas las fechorías que había cometido en su contra. Porque la verdad sea dicha, yo sí le había hecho cosas malas al niño. Me había portado mal con el niño. La verdad es que el niño era tan pusilánime que despertaba mi furia. Al nivel que una vez le saqué sangre con una varita. Esa fue la peor maldad que cometí con el niño. Lo recuerdo como si fuera hoy. Recuerdo el patio de mi casa en una improbable tarde soleada de Agosto. Recuerdo los pastelones de cemento mojados a causa de nuestro juego de mangerearnos. Recuerdo la espalda pelada del niño y su escasa probabilidad de ganarme en el juego. Su espalda blanca y huesuda, y yo correteándolo a él.

Yo correteándolo a él como un verdadero demonio. Dándole una y otra vez con la delgada varita. La delgada varita que era tan escuálida como las piernas de un saltamontes. Y el llanto del niño que gatillaba mi furia. Una y otra vez, el llanto y la furia. Una y otra vez, el llanto y la furia. Porque mientras más lloraba, más golpecitos recibía de mí. Y es que yo simplemente no podía soportar su actitud de martirio. No podía soportar que llorara y que me dijera que era una “mala”. Nadie podía decirme a mí, Cassandra, que era una “mala”.

Eso era francamente terrible. Tan terrible como inaguantable. Como la manera, en que se estaba comportando ahora mi jefe conmigo. Que tenía la misma actitud de martirio del niño. Del niño pequeño, que se sentía como una completa víctima de mi varita.

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