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Fantasmas

Como dice la canción: “calaveras y diablitos invaden mi corazón”.

Yo en apariciones de muertos que tocan el piano o mueven las cortinas durante la noche no creo, pero en ciertos fantasmas sí.

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Hace años que no vivo en la ciudad en la que nací y crecí, pero voy cada vez que puedo a ver a mi familia. Mi madre vive en la misma casa, así que cuando llego al barrio los vecinos me saludan con cariño y a pesar de que todo ha cambiado una barbaridad muchos son los que siguen por ahí, muchos.

Mi hermano tenía que traer un pastel para celebrar la dicha de estar todos reunidos por fin en la misma mesa, pero no lo trajo, así que tuve que partir rápidamente a comprar al supermercado para evitar disgustos y empezar tan temprano con la rueda de reproches.

Estaba ahí, eligiendo entre chocolate y fresa o crema y piña cuando empecé a notar una presencia extraña. Algo como un espectro se movía entremedio de las lechugas, se asomaba y se ocultaba con unos movimientos rarísimos, muy llamativos. Me decidí por la de piña que no le gusta a nadie más que a mi madre, pero cuando ella está contenta todo es mucho más fácil, así que piña.

La fila para pagar era demasiado larga y todos me esperaban para celebrar mi llegada, encima como en los supermercados de barrio no gastan en aire acondicionado el agobio era total.

De pronto, de detrás de una montaña de detergentes en oferta sale, como dando un pequeño salto, un hombre, y me dice: “Hola Vivi”. Sólo la gente que me conoce desde niña me llama así. “Soy Gino, ¿no te acuerdas?”, me dice con tono pícaro. Las imágenes del pasado volaron a mi mente llenándola de fotos que creía perdidas para siempre.

Gino, con su pelo negro y ojazos verdes, pasión de multitudes. Camiseta blanca, tejanos Levi’s y zapatillas Adidas, sólo al alcance de unos pocos, era todo un ícono de estilo y sex-appeal; amigo inseparable del Pachi, la versión rubia, los dos más guapos del barrio, y en aquel momento, del mundo para mí (y mi prima Estefanía).

Las vacaciones de verano a veces consistían en irme a pasar unos días a la casa de mi prima que vivía a seis calles de mi casa. Lo pasábamos de fábula. Nos untábamos con Coca-cola y tomábamos el sol en el jardín, nos intercambiábamos la ropa, nos hacíamos peinados, pegábamos posters en la habitación, escuchábamos a Bon Jovi suspirando y nos íbamos a fiestas sin tener permiso. Nos escapándonos por la ventana cuando ya todos dormían.

En una de esas escapadas terminamos en la casa de Gino, porque sus padres no estaban y montamos una fiesta para cuatro. Mi prima con Pachi y yo con Gino. Fue tan memorable que cuando llegamos a la casa y nos encontramos la ventana bien cerrada no nos pareció un gran inconveniente. Tuvimos que tocar el timbre y a mi prima la recibieron con una bofetada. A las dos nos castigaron sin salir por todo el resto del verano, pero no nos importó ni un poco, teníamos para rato con esa noche inolvidable.

La dichosa cola no avanza nada y Gino me mira de arriba abajo con ganas de “abrazarme” por lo menos.  Tiene la cara como hinchada, lleva un bronceado rojizo más de trabajar al sol que de reposar en el Caribe, pantalones cortos con estampado animal, calcetines blancos, camiseta con el logo de Fanta y suda a chorros.

O nunca tuvo los ojos verdes o ya ni eso le queda, pero me siento terriblemente acongojada al verlo así, ahora, tan… diferente, tan irreconocible, ¡tan arruinado!

Me pregunta por mi vida, y como yo no quiero saber nada de la suya, le respondo con monosílabos y sonrío maniobrando para quitarme su mano del hombro y evitar su aliento cervecero. No quiero seguir viéndole los dientes oscurecidos, el pelo engrasado, las manos regordetas con ese anillo de casado que le corta la circulación.

Se me está desmoronando media adolescencia en ese supermercado, mi sueño de una noche de verano ya no era con un precioso italiano, sino con un señor que vende recambios de maquinaria agrícola.

No sé porqué no se quedó escondido detrás de las lechugas. O no tiene espejo o no se refleja en ellos. Tal vez era un fantasma. Sí, sin duda era un fantasma, una sombra del pasado. De un pasado que ya no existe. Gracias, Dios mío.

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